LECTURAS
DE LA EUCARISTÍA
Sábado,
28 de Septiembre de 2013
Semana
25ª durante el año
Memoria
de San Wenceslao, Mártir
LECTURA DEL LIBRO DEL
PROFETA ZACARÍAS 2,5-9.14-15
En
aquellos días, levanté los ojos y vi a un hombre con una cuerda de medir en la
mano. Le pregunté: “¿A dónde vas?” Él me respondió: “Voy a medir la ciudad de
Jerusalén, para ver cuánto tiene de ancho y de largo”.
Entonces
el ángel que hablaba conmigo se alejó de mí y otro ángel le salió al encuentro
y le dijo: “Corre, háblale a ese joven y dile: Jerusalén ya no tendrá murallas,
debido a la multitud de hombres y ganados que habrá en ella. Yo mismo la
rodearé, dice el Señor, como un muro de fuego y mi gloria estará en medio de
ella.
Canta
de gozo y regocíjate, Jerusalén, pues vengo a vivir en medio de ti, dice el
Señor. Muchas naciones se unirán al Señor en aquel día; ellas también serán mi
pueblo y yo habitaré en medio de ti”.
Palabra
de Dios.
Te
alabamos, Señor.
Salmo responsorial Jer 31, 10-12b. 13.
R/
El Señor será nuestro pastor.
Escuchen,
pueblos, la palabra del Señor,
anúncienla
aun en las islas más remotas:
“El
que dispersó a Israel lo reunirá
y
lo cuidará como el pastor a su rebaño” /R
Porque
el Señor redimió a Jacob
y
lo rescató de las manos del poderoso.
Ellos
vendrán para aclamarlo al monte Sión,
y
vendrán a gozar de los bienes del Señor /R
Entonces
se alegrarán las jóvenes, danzando,
se
sentirán felices jóvenes y viejos,
porque
yo convertiré su tristeza en alegría,
los
llenaré de gozo y aliviaré sus penas /R
Evangelio
LECTURA DEL SANTO EVANGELIO
SEGÚN SAN LUCAS 9,43-45
En
aquel tiempo, como todos comentaban, admirados, los prodigios que Jesús hacía,
éste dijo a sus discípulos: “Presten mucha atención a lo que les voy a decir:
El Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres”. Pero ellos no
entendieron estas palabras, pues un velo les ocultaba su sentido y se las
volvía incomprensibles. Y tenían miedo, de preguntarle acerca de este asunto.
Palabra
del Señor.
Gloria
a ti, Señor Jesús.
Reflexión
Zac. 2, 5-9. 14-15. La
Nueva Jerusalén, Ciudad Santa, Esposa del Cordero, Iglesia Santa, ya no tiene
murallas, sino sólo al Señor que la custodia como muralla de fuego para que los
poderes del infierno no prevalezcan sobre ella. A pertenecer a ella están
convocadas todas las naciones. Quien se haga parte de esta Comunidad de
creyentes se hará huésped del mismo Dios; más aún: Dios vendrá como huésped al
corazón del creyente, habitando en él como en un templo. Por eso hemos de poner
nuestro empeño en no destruir el templo santo de Dios, que somos nosotros, sino
en conservarlo santo e irreprochable hasta la venida gloriosa de nuestro
Salvador Jesucristo.
Jer. 31, 10-13.
Concluyó el destierro; hay que volver a la tierra prometida; el Señor se
convertirá en protector y defensor de su pueblo en su camino por el desierto de
vuelta hacia la tierra que Él dio a los patriarcas. Al poseer nuevamente la
tierra prometida volverá la paz, la alegría y el disfrutar de los abundantes
frutos, que finalmente no será sino gozar de los bienes del Señor. Por medio de
Cristo Jesús nosotros hemos sido liberados de nuestra esclavitud al mal; y el
Señor nos ha dado su Espíritu, que nos guía hacia la posesión de los bienes
definitivos. Mientras vayamos por este camino, cargando nuestra cruz de cada
día, esforcémonos en no dejarnos desviar de la meta a la que se han de dirigir
nuestros pasos: la posesión de los bienes eternos, en que ya no habrá tristeza,
ni dolor, ni penas, sino alegría, gozo y paz en el Señor. Vayamos, pues, tras
las huellas de Cristo, que vela por nosotros como el pastor cuida su rebaño.
Lc. 9, 43-45.
¡Qué difícil entender que el camino que lleva a Jesús a la gloria ha de pasar
por la muerte! Él mismo indicará a los discípulos que se encaminaban hacia
Emaús: Era necesario que el Hijo del hombre padeciera todo esto para entrar así
en su Gloria. Ojalá y no seamos tardos ni duros de corazón para entender y
vivir aquella invitación que el Señor nos hace: Toma tu cruz de cada día y
sígueme. No podemos amar nuestra vida de tal forma que nos apeguemos a ella, y
tratemos de evitarle todo el sacrificio y esfuerzo que se exige a quien quiera
no sólo anunciar, sino ser testigo de la Buena Nueva del amor de Dios para
todos. No vivamos en un hedonismo cristiano, falseando así nuestra fe. Aquel
que quiera colaborar para que el Reino de Dios se haga realidad entre nosotros,
debe aprender a renunciar a sí mismo, a no querer conservar su vida sin
sembrarla en tierra para que muera, y surja una humanidad nueva en Cristo. La
fecundidad que viene del Espíritu de Dios en nosotros requiere que muramos a
nuestros egoísmos y a nuestras visiones cortas de la vida, y que comencemos a
dar nuestra vida para que otros tengan vida, y la tengan en abundancia. Y esto,
no porque no haya bastado la Redención efectuada por Cristo, sino porque, ya
desde la cruz, Él asoció a su Redención nuestras penas, dolores, sacrificios,
entrega, e incluso nuestra muerte aceptada por Él y por su Evangelio.
En
esta Eucaristía celebramos el Memorial de aquello que pareció ser el gran
fracaso del Mesías esperado. En la mente de los judíos se cernía la imagen de
un Mesías con criterios meramente humanos; capaz de alimentarlos a todos sin el
más mínimo esfuerzo; capaz de liberarlos de sus enemigos, sin que ellos
levantaran siquiera un dedo. Pero el Señor, aparentemente vencido por las
fuerzas del mal, que actuaron a través de personas que sólo eran santos en su
apariencia, pero cuyo corazón estaba podrido por el pecado, ahora, reinando
glorioso desde el cielo, manifiesta que el Mesías debía padecer para hacer de
nosotros un pueblo de santos e hijos de Dios. Al participar de esta Eucaristía,
entrando en comunión de vida con el Señor, decidimos, también nosotros, caminar
en adelante no conforme a los criterios mundanos, sino conforme a los criterios
del amor verdadero que procede de Dios, y que nos llevan a vivir sin egoísmos,
sino en una entrega generosa, incluso de nuestra vida, por el bien de nuestro
prójimo.
Este
es el mismo camino de la Iglesia. En ella no estamos para adquirir prestigio,
sino para servir. Ya nos dice el apóstol Pablo: Hay de mí si no evangelizare.
Ya nos lo recuerda san Agustín: Quien ocupa un lugar de servicio tiene una gran
responsabilidad ante Dios y ante los hombres, pues el Obispo no sólo velará y
dará cuentas de su propia vida, sino que velará y dará cuentas de aquellos que
le fueron confiados. Ojalá y sepamos hacer nuestras aquellas palabras de
Cristo: No he perdido a ninguno de los que Tú me confiaste. Toda la Iglesia,
Comunidad de fe y Esposa del Señor Jesús, ha de aceptar el convertirse en signo
de salvación para todos mediante la entrega generosa de todos sus miembros, no
sólo yendo a tierras de misión para proclamar el Nombre del Señor, sino dando
su vida en la existencia cotidiana, ahí donde uno ha de ser testigo de
rectitud, de honestidad, de alegría, de bondad, de paz, de solidaridad, en fin,
de todo aquello que ha de brotar de la presencia del Espíritu de Dios en
nosotros. ¿Que esto requiere sacrificios? Más que hacernos esa pregunta
tendríamos que preguntarnos si en verdad queremos ser discípulos de Jesús y
llevar su salvación a todos, sabiendo que el hacer nuestra esta Misión nos
conduce a seguir sus huellas, y a exponernos a que también a nosotros nos
llamen demonios, y nos persigan, y acaben con nuestra vida por ser testigos de
Alguien que nos ha precedido con su cruz en el camino que nos conduce a la
Gloria.
Roguémosle
a nuestro Dios y Padre que nos conceda, por intercesión de la Santísima Virgen
María, nuestra Madre, la gracia de saber ser fieles al amor a Él y al amor a
nuestro prójimo, aceptando todas las consecuencia que nos traiga el amar como
nosotros hemos sido amados por el Señor. Amén.
Reflexión de Homilía
católica
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