LECTURAS
DE LA EUCARISTÍA
Jueves,
19 de Septiembre de 2013
24ª
semana del tiempo ordinario. C
1
Timoteo 4, 12-16 / Salmo 110/Lucas 7,
36-50
Feria
o Memoria de San Jenaro, Obispo y Mártir
Lectura
de la primera carta del apóstol san Pablo a Timoteo 4, 12-16
Querido
hermano: Que nadie te desprecie por tu juventud. Procura ser un modelo para los
fieles en tu modo de hablar y en tu conducta, en el amor, llego, preocúpate de
leer públicamente la palabra de Dios, de exhortar a los hermanos y de
enseñarlos.
No
descuides el don que posees. Recuerda que se te confirió cuando, a instancias
del Espíritu, los presbíteros te impusieron las manos. Pon interés en todas
estas cosas y dedícate a ellas, de modo, que todos vean tu progreso. Cuida de
tu conducta y de tu enseñanza y sé perseverante, pues obrando así, te salvarás
a ti mismo y a los que te escuchen.
Palabra
de Dios.
Te
alabamos, Señor.
SALMO RESPONSORIAL
Sal 110, 7-10
R:
Los mandamientos del Señor son dignos de confianza.
Justas
y verdaderas son las obras del Señor;
son
dignos de confianza sus mandatos,
pues
nunca pierden su valor
y
exigen ser fielmente ejecutados /R
Él
redimió a su pueblo
y
estableció su alianza
para
siempre. Dios
es
santo y terrible /R
El
temor del Señor
es
el principio de la sabiduría
y
los que viven de acuerdo con él son sensatos.
La
gloria del Señor perdura eternamente /R
LECTURA DEL SANTO EVANGELIO
SEGÚN SAN LUCAS 7, 36-50
En
aquel tiempo, un fariseo invitó a Jesús a comer con él. Jesús fue a la casa del
fariseo y se sentó a la mesa. Una mujer de mala vida en aquella ciudad, cuando
supo que Jesús iba a comer ese día en casa del fariseo, tomó consigo un frasco
de alabastro con perfume, fue y se puso detrás de Jesús, y comenzó a llorar, y
con sus lágrimas bañaba sus pies; los enjugó con su cabellera, los besó y los
ungió con el perfume.
Viendo
esto, el fariseo que lo había invitado comenzó a pensar: “Si este hombre fuera
profeta, sabría qué clase de mujer es la que lo está tocando; sabría que es una
pecadora”.
Entonces
Jesús le dijo: “Simón, tengo algo que decirte”. El fariseo contestó: “Dímelo,
Maestro”. Él le dijo: “Dos hombres le debían dinero a un prestamista. Uno le
debía quinientos denarios, y el otro, cincuenta. Como no tenían con qué
pagarle, les perdonó la deuda a los dos. ¿Cuál de ellos lo amará más?”
Simón
le respondió: “Supongo que aquel a quien le perdonó más”. Entonces Jesús le
dijo: “Has juzgado bien”. Luego, señalando a la mujer, dijo a Simón: “¿Ves a
esta mujer? Entré en tu casa y tú no me ofreciste agua para los pies, mientras
que ella me los ha bañado con sus lágrimas y me los ha enjugado con sus
cabellos. Tú no me diste el beso de saludo; ella, en cambio, desde que entró,
no ha dejado de besar mis pies. Tú no ungiste con aceite mi cabeza; ella, en
cambio, me ha ungido los pies con perfume. Por lo cual, yo te digo: sus
pecados, que son muchos, le han quedado perdonados, porque ha amado mucho. En
cambio, al que poco se le perdona, poco ama”. Luego le dijo a la mujer: “Tus
pecados te han quedado perdonados”.
Los
invitados empezaron a preguntarse a sí mismos: “¿Quién es éste que hasta los
pecados perdona?” Jesús le dijo a la mujer: “Tu fe te ha salvado; vete en paz”.
Palabra
del Señor.
Gloria
a ti, Señor Jesús
Reflexión
1Tim. 4, 12-16.
Puesto que somos colaboradores de Cristo tratemos de no recibir en vano la
Gracia de Dios. El Señor nos ha consagrado para que, siendo suyos, seamos un
signo vivo de su presencia en el mundo. Por eso hemos de cuidar el Carisma que
hay en nosotros: el de servir a todos como Cristo lo ha hecho con todos. Para
lograr esto necesitamos dedicarnos a la lectura de la Palabra de Dios, a la
exhortación, a la enseñanza. Pero esto debe ir respaldado con una vida
intachable que nos convierta en modelo del cumplimiento amoroso de la Palabra,
en el comportamiento, en la caridad, en la fe, en la pureza.
No
podemos pensar que, puestos al servicio de los demás por nuestra unión con
Cristo desde el Bautismo y Confirmación, o como Ministros Ordenados, no hemos de
poner algo de nuestra parte para que día a día maduremos en nuestra respuesta
al Señor. Nuestro sí inicial debe ser renovado todos los días, de tal forma que
en verdad vivamos, con mayor lealtad, nuestra entrega a Cristo y al anuncio de
su Evangelio. Esto debe llevarnos a profundizar, también todos los días, la
Palabra de Dios mediante la Lectio Divina para que, así, antes que exhortar y
enseñar a los demás, la Palabra de Dios sea aceptada y vivida por nosotros.
Entonces podremos ser modelos que pueden imitar los demás, pues encontrarán en
nosotros un punto de referencia hacia Cristo.
Obrando,
de modo perseverante en el bien, no sólo lograremos salvarnos, sino que
salvaremos a aquellos a quienes hemos sido enviados.
Sal. 111 (110). En
verdad que las obras de Dios son grandiosas y dignas de confianza.
Contemplemos
la bondad y la misericordia del Señor para con los suyos, pues Él no sólo creó
todo para que estuviese a nuestra disposición; sino que se formó un Pueblo, con
quien pactó una Alianza en el Sinaí, y le dio como herencia la tierra
prometida. De ese Pueblo nació para todos un Salvador, Cristo Jesús, quien
llevó a cabo la obra grandiosa de la Redención y nos hizo partícipes de su Vida
y de su Espíritu, formando así un Nuevo Pueblo de elegidos para gloria del
Padre.
Por
eso Dios, nuestro Dios, merece no sólo nuestra alabanza y nuestra acción de
gracias, sino el reconocerlo como Señor de nuestra vida, como Aquel que ha de
ser amado por encima de todo y a quien le entregamos todo nuestro ser; Él ha de
ser respetado, y su Palabra debe ser fielmente cumplida por quienes decimos
creer en Él. Así manifestaremos que en verdad, también nosotros, hemos entrado
en Alianza con Él y hemos hecho nuestra su obra de salvación.
Lc. 7, 36-50.
Amar al Señor, pues Él nos ha perdonado mucho. A Él no le importa nuestro
pasado, por muy tenebroso que sea; a Él sólo le importa el que nos dejemos
encontrar y que recibamos su perdón. Esto indicará que en verdad Él significa
no sólo algo, sino todo en nuestra vida.
Si
Él se junta con pecadores; si Él acude a banquetes no es porque quiera dejarse
dominar por el pecado, ni porque quiera pasarse la vida embriagándose; Él, por
todos los medios, y acudiendo a todos los ambientes, busca al pecador para
salvarle.
La
Iglesia, santa porque su Cabeza es santa, y a quien viven unidos muchos
hermanos nuestros en la Vida eterna, siendo santos como el Señor es Santo; pero
que compuesta por pecadores que peregrinamos hacia nuestra perfección y plena
unión con Cristo, es una Comunidad que necesita estar en una actitud de
continua conversión, abierta al perdón de Dios. Sólo así podrá convertirse en
un signo del poder salvador del Señor, que vino a salvar todo lo que se había
perdido.
Por
eso no ha de tener miedo de ir a todos los ambientes del mundo, por muy
cargados de maldad que se encuentren, para llamar a todos a la conversión y a
la unión plena con Dios.
En
esta Eucaristía Aquel que es la Palabra se hace presente entre nosotros con
todo su poder salvador. Él es la Palabra que el Padre Dios pronuncia a favor
nuestro para que nuestros pecados sean perdonados, y para que, santificados en
la verdad, podamos manifestarnos como hijos suyos. Por eso, hemos de abrir
nuestra vida para que el Señor habite en ella. No podemos sólo estar en, sino
vivir la Eucaristía.
Si
en verdad creemos que es el Señor quien preside esta Eucaristía, que es el
Señor quien nos habla, que es el Señor quien actualiza su Misterio Pascual, que
es el Señor quien se encarna en su Iglesia, signo de su amor para el mundo,
vivamos en una auténtica comunión de vida con Él, de tal forma que en verdad
manifestemos con las obras que el Señor camina con su Iglesia, en su Iglesia, y
que, desde su Iglesia, sigue preocupándose de ofrecer su perdón y su vida a
todos los pueblos y a las personas de todos los tiempos.
¿Hasta
dónde somos capaces de salir al encuentro del pecador, no para condenarlo, no
para señalarlo como a un maldito, no para dejarnos dominar por su pecado, sino
para ayudarlo a encontrarse con Cristo y a recibir su perdón, de tal forma que
se inicie, en su propia vida, un nuevo caminar en el amor a Dios y en el amor
fraterno?
Dios
no nos envió a destruir a los demás, por muy malvados que parezcan; nuestra
lucha no es una lucha fratricida, es una lucha en contra del pecado; y el pecado
no se expulsa acabando con los pecadores, sino amándolos de tal forma que
puedan recuperar su dignidad de hijos de Dios.
Saber
amar, saber perdonar como Dios nos ha amado y perdonado, es la luz que
fortalecerá a quienes se apartaron del camino del bien para que vuelvan a
encontrarse con el Señor y vivan comprometidos con Él.
Seamos,
pues, portadores de Cristo y no generadores de dolor y de muerte a causa de
querer revivir las guerras santas, pensando que sólo nosotros somos santos, y
los demás unos malvados que han de ser exterminados, para que sólo los puros
habiten este mundo, y sean los únicos que disfruten la salvación.
Sin
embargo recordemos que Jesús, nuestro Señor y Maestro, nos ha enseñado que Él
vino a salvar a los culpables y a dar la vida por ellos. Esta es la misma
misión que tiene la Iglesia, enviada como signo de salvación para todos los
pueblos.
Roguémosle
a nuestro Dios y Padre que nos conceda, por intercesión de la Santísima Virgen
María, nuestra Madre, la gracia de saber amar y hacer el bien, no según
nuestras imaginaciones, sino conforme al ejemplo que Cristo nos ha mostrado,
para que, así, todos, aún los más grandes pecadores, habiendo recibido el
perdón y la Vida que proceden de Dios, podamos alcanzar la Salvación que el
Señor nos ofrece a todos. Amén.
Reflexión: Homilía católica.
Santoral: San
Jenaro, San José Ma. de Yermo y Parrés, Santa María de Cervelló, Santa Emilia
de Rodat.
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