La Madre Laura Montoya
Upegui, estando aquí, en la Basílica de San Pedro en el mes de noviembre del
año 1930, después de una viva oración eucarística escribe: «Tuve fuerte deseo
de tener tres largas vidas: La una para dedicarla a la adoración, la otra para
pasarla en las humillaciones y la tercera para las misiones; pero al ofrecerle
al Señor estos imposibles deseos, me pareció demasiado poco una vida para las
misiones y le ofrecí el deseo de tener un millón de vidas para sacrificarlas en
las misiones entre infieles! Mas, ¡he quedado muy triste! y le he repetido
mucho al Señor de mi alma esta saetilla: ¡Ay! Que yo me muero al ver que nada
soy y que te quiero!». Esta gran mujer que así escribe, la Madre Laura Montoya,
maestra de misión en América Latina, servidora de la verdad y de la luz del
Evangelio, nació en Jericó, Antioquia, pequeña población colombiana, el 26 de
Mayo de 1874, en el hogar de Juan de la Cruz Montoya y Dolores Upegui, una
familia profundamente cristiana. Recibió las aguas regeneradoras del Bautismo
cuatro horas después de su nacimiento. El sacerdote le dio el nombre de María
Laura de Jesús. Dos años tenía Laura cuando su padre fue asesinado, en cruenta
guerra fratricida por defender la religión y la patria. Dejó a su esposa y sus
tres hijos en orfandad y dura pobreza, a causa de la confiscación de los bienes
por parte de sus enemigos. De labios de su madre, Laura aprendió a perdonar y a
fortalecer su carácter con cristianos sentimientos. Desde sus primeros años, su
vida fue de incomprensiones y dolores. Supo lo que es sufrir como pobre
huérfana, mendigando cariño entre sus mismos familiares. Aceptando con amor el
sacrificio, fue dominando las dificultades del camino. La acción del Espíritu
de Dios y la lectura espiritual especialmente de la Sagrada Escritura, la
llevaron por los caminos de la oración contemplativa, penitencia y el deseo de
hacerse religiosa en el claustro carmelitano. Tenía sed de Dios y quería ir a El
“como bala de cañón ”. Esta mujer admirable crece sin estudios, por las
dificultades de pobreza e itinerancia a causa de su orfandad, hasta la edad de
16 años cuando ingresa en la Normal de Institutoras de Medellín, para ser
maestra elemental y de esta manera ganarse el sustento diario. Sin embargo,
llega a ser una erudita en su tiempo, una pedagoga connotada, formadora de
cristianas generaciones, escritora castiza de alto vuelo y sabroso estilo,
mística profunda por su experiencia de oración contemplativa. En 1914, apoyada
por monseñor Maximiliano Crespo, obispo de Santa Fe de Antioquia, funda una
familia religiosa: Las Misioneras de María Inmaculada y Santa Catalina de Sena,
obra religiosa que rompe moldes y estructuras insuficientes para llevar a cabo su
ideal misionero según lo expresa en su Autobiografía: Necesitaba mujeres
intrépidas, valientes, inflamadas en el amor de Dios, que pudieran asimilar su
vida a la de los pobres habitantes de la selva, para levantarlos hacia Dios
MAESTRA CATEQUISTA DE LOS INDIOS Su profesión de maestra la llevó por varias
poblaciones de Antioquia y luego al Colegio de La Inmaculada en Medellín. En su
magisterio no se contenta con el saber humano sino que expone magistralmente la
doctrina del Evangelio. Forma con la palabra y el ejemplo el corazón de sus
discípulas, en el amor a la Eucaristía y en los valores cristianos. En un
momento de su trayectoria como maestra, se siente llamada a realizar lo que
ella llamaba “la Obra de los indios”: En 1907 estando en la población de Marinilla,
escribe: “me vi en Dios y como que me arropaba con su paternidad haciéndome
madre, del modo más intenso, de los infieles. Me dolían como verdaderos hijos”.
Este fuego de amor la impulsa a un trabajo heroico al servicio de los indígenas
de las selvas de América. Busca recursos humanos, fomenta el celo misionero
entre sus discípulas, escoge cinco compañeras a quienes prende el fuego
apostólico de su propia alma. Aceptando de antemano los sacrificios,
humillaciones, pruebas y contradicciones que se ven venir, acompañadas por su
madre Doloritas Upegui, el grupo de “Misioneras catequistas de los indios” sale
de Medellín hacia Dabeiba el 5 de Mayo de 1914. Parten hacia lo desconocido,
para abrirse paso en la tupida selva. Van, no con la fuerza de las armas, sino
con la debilidad femenina apoyada en el Crucifijo y sostenida por un gran amor
a María la Madre y Maestra de esta Obra misionera. “Ella, la Señora Inmaculada
me atrajo de tal modo, que ya me es imposible pensar siquiera en que no sea
Ella como el centro de mi vida”. La celda carmelitana, objeto de sus ansias en
el tiempo de su juventud, le pareció demasiado fría ante aquellas selvas
pobladas de seres humanos sumidos en la infidelidad, pero amados tiernamente
por Dios. “Siento la suprema impotencia de mi nada y el supremo dolor de verte
desconocido, como un peso que me agobia”. Comprende la dignidad humana y la
vocación divina del indígena. Quiere insertarse en su cultura, vivir como ellos
en pobreza, sencillez y humildad y de esta manera derribar el muro de
discriminación racial que mantenían algunos líderes civiles y religiosos de su
tiempo. La solidez de su virtud fue probada y purificada por la incomprensión y
el desprecio de los que la rodeaban, por los prejuicios y las acusaciones de
algunos prelados de la iglesia que no comprendieron en su momento, aquel estilo
de ser “religiosas cabras”, según su expresión, llevadas por el anhelo de
extender la fe y el conocimiento de Dios hasta los más remotos e inaccesibles
lugares, brindando una catequesis vivencial del Evangelio. Su Obra misionera
rompió esquemas, para lanzar a la mujer como misionera en la vanguardia de la
evangelización en América latina. El quemante “SITIO”- Tengo sed- de Cristo en
la Cruz , la impulsa a saciar esta sed del crucificado :”¡Cuánta sed tengo!
¡Sed de saciar la vuestra Señor! Al comulgar nos hemos juntado dos sedientos:
Vos de la gloria de vuestro Padre y yo de la de vuestro corazón Eucarístico!
Vos de venir a mí, y yo de ir a Vos” Mujer de avanzada, elige como celda la
selva enmarañada y como sagrario la naturaleza andina, los bosques y cañadas,
la exuberante vegetación en donde encuentra a Dios. Escribe a las Hermanas: ”No
tienen sagrario pero tienen naturaleza; aunque la presencia de Dios es
distinta, en las dos partes está y el amor debe saber buscarlo y hallarlo en
donde quiera que se encuentre.” Redacta para ellas las “Voces Místicas”,
inspirada en la contemplación de la naturaleza, y otros libros como el
Directorio o guía de perfección, que ayudan a las Hermanas a vivir en armonía
entre la vida apostólica y la contemplativa. Su Autobiografía es su obra
cumbre, libro de confidencias íntimas, experiencia de sus angustias,
desolaciones e ideales, vibraciones de su alma al contacto con la divinidad,
vivencias de su lucha titánica por llevar a cabo su vocación misionera. Allí
muestra su “pedagogía del amor”, pedagogía acomodada a la mente del indígena,
que le permite adentrarse en la cultura y el corazón del indio y del negro de
nuestro continente. La Madre Laura centra su Eclesiología en el amor y la
obediencia a la Iglesia. Vive para la Iglesia a quien ama entrañablemente, y
para extender sus fronteras no mide dificultades, sacrificios, humillaciones y
calumnias. Esta infatigable misionera, pasó nueve años en silla de ruedas sin dejar
su apostolado de la palabra y de la pluma. Después de una larga y penosa
agonía, murió en Medellín el 21 de octubre de 1949. A su muerte dejó extendida
su Congregación de Misioneras en 90 casas distribuidas en tres países, con un
número de 467 religiosas. En la actualidad las Misioneras trabajan en 19 países
distribuidas en América, África y Europa. Por todo lo que vivió hizo y
significo la Madre Laura en su época y por todo lo que seguirá significando
para la sociedad, la Congregación y la Iglesia, hoy la Congregación por ella
fundada se llena de alegría al ver concretizado y culminado su proceso de
Beatificación, abierto el 4 de julio de 1963, en la capilla de la Curia
Arquidiocesana de Medellín, en el cual se nombró el tribunal eclesiástico para
buscar diligentemente los escritos de la Sierva de Dios Laura Montoya Upegui,
instruir el proceso informativo sobre su fama de santidad, virtudes en general
y posibles milagros realizados por la Sierva de Dios. Hoy este proceso que duro
cuarenta años ha llegado a su culminación, cuando en Roma el pasado 7 de julio,
en la sala Clementina, SS. Juan Pablo II, en presencia de los miembros de la
Congregación para las Causas de los Santos y de los Postuladores de las
respectivas causas, promulgó el decreto de beatificación de la Madre Laura
Montoya Upegui. Biografía: Página oficial del Vaticano.
Fuente: ACI PRENSA
Santa Laura Montoya (1874-1949)
No hay comentarios:
Publicar un comentario