sábado, 26 de octubre de 2013

LECTURAS DE LA EUCARISTÍA DEL DOMINGO 27 DE OCTUBRE DE 2013


LECTURAS DE LA EUCARISTÍA
DEL DOMINGO 27 DE OCTUBRE DE 2013
DOMINGO XXX DURANTE EL AÑO


Lectura del libro del Eclesiástico 35, 12-14. 16-18

El Señor es juez
      y no hace distinción de personas:
no se muestra parcial contra el pobre
      y escucha la súplica del oprimido;
no desoye la plegaria del huérfano,
      ni a la viuda, cuando expone su queja.

El que rinde el culto que agrada al Señor, es aceptado,
      y su plegaria llega hasta las nubes.
La súplica del humilde atraviesa las nubes
      y mientras no llega a su destino, él no se consuela:
no desiste hasta que el Altísimo interviene,
      para juzgar a los justos y hacerles justicia.

Palabra de Dios.          

SALMO RESPONSORIAL   ¡ 33, 2-3. 17-19. 23

R.    El pobre invocó al Señor,  y Él lo escuchó.

Bendeciré al Señor en todo tiempo,
su alabanza estará siempre en mis labios.
Mi alma se gloria en el Señor:
que lo oigan los humildes y se alegren.  R.

El Señor rechaza a los que hacen el mal
para borrar su recuerdo de la tierra.
Cuando los justos claman, el Señor los escucha
y los libra de todas sus angustias.  R.

El Señor está cerca del que sufre
y salva a los que están abatidos.
El Señor rescata a sus servidores,
y los que se refugian en Él no serán castigados.  R.




Lectura de la segunda carta del Apóstol san Pablo a Timoteo 4, 6-8. 16-18

Querido hijo:
Ya estoy a punto de ser derramado como una libación, y el momento de mi partida se aproxima: he peleado hasta el fin el buen combate, concluí mi carrera, conservé la fe. Y ya está preparada para mí la corona de justicia, que el Señor, como justo Juez, me dará en ese Día, y no solamente a mí, sino a todos los que hayan aguardado con amor su manifestación.
Cuando hice mi primera defensa, nadie me acompañó, sino que todos me abandonaron. ¡Ojalá que no les sea tenido en cuenta!
Pero el Señor estuvo a mi lado, dándome fuerzas, para que el mensaje fuera proclamado por mi intermedio y llegara a oídos de todos los paganos. Así fui librado de la boca del león.
El Señor me librará de todo mal y me preservará hasta que entre en su Reino celestial. ¡A Él sea la gloria por los siglos de los siglos! Amén.

Palabra de Dios.


EVANGELIO

EVANGELIO DE NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO SEGÚN SAN LUCAS 18, 9-14

Refiriéndose a algunos que se tenían por justos y despreciaban a los demás, Jesús dijo esta parábola:
Dos hombres subieron al Templo para orar; uno era fariseo y el otro, publicano. El fariseo, de pie, oraba así: «Dios mío, te doy gracias porque no soy como los demás hombres, que son ladrones, injustos y adúlteros; ni tampoco como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago la décima parte de todas mis entradas».
En cambio el publicano, manteniéndose a distancia, no se animaba siquiera a levantar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo: «¡Dios mío, ten piedad de mí, que soy un pecador!»
Les aseguro que este último volvió a su casa justificado, pero no el primero. Porque todo el que se eleva será humillado, y el que se humilla será elevado.

Palabra del Señor.

                   
Reflexión

LOS “SANTOS FARISEOS”

1. - ¿Sabéis lo malo de este fariseo? Pues que todo lo hacía bien y lo sabía, porque no está mintiendo cuando dice que no es ni ladrón, ni injusto ni adultero. Es la verdad. Como es verdad que ayuna y paga el diezmo de todo, cuando no estaba obligado a tanto.
Se sabía santo y se sentía santamente orgulloso, si a orgullo se le pueden anteponer “santamente”. Por eso su actitud ante Dios, el Santo de los Santos es de Tú a Tú. Lo que debería haber sido una oración de alabanza Dios por su bondad y grandeza se convierte en una oración de alabanza a sí mismo.
La oración de este “santo varón” acaba siendo una oración atea o si queréis idolatra, porque la alabanza debida a Dios se la da al hombre, a sí mismo. Este hombre está tan lleno de sus buenas obras, que en su corazón, embutido de buenas obras, ya no hay sitio para Dios y naturalmente mucho menos para otros hombres que no pertenecen a su “raza”
2. - ¿Y sabéis lo bueno del publicano? Que era malo y sabía que lo era. Era recaudador de impuestos. Lo cual les daba ocasión para ser usureros, prestamistas de mala calaña, que además se escudaban en el poder del invasor romano.
Y este publicano sabía todas las trampas que había hecho, todo el dinero que había extorsionado, la mucha gente a la que había hecho sudar lágrimas de sangre. Lo sabía y se avergonzaba. No se atrevía a levantar los ojos a Dios. Su mano no señalaba con el dedo a nadie. Se dirigía a su propio pecho, que golpeaba con dolor. Su corazón estaba tan vacío de buenas obras, que allí pudo entrar Dios sin dificultad.
3. - Seguramente que no pocos de vosotros habréis caído en la cuenta que san Pablo, precisamente en la lectura de hoy unas con bastante habilidad el botafumeiro (*) hacia sí mismo: “he combatido un buen combate, he corrido hasta la meta, he guardado la fe”. La diferencia de este Pablo con el fariseo es que Pablo al fin lo atribuye a Dios que le ayudó y le dio fuerzas. Personalmente, os confieso que cuando Pablo habla de sí mismo no me gusta nada.
4. - ¿Cómo hemos entendido nosotros esta parábola? No muy bien. Todavía vosotros y yo dividimos a los católicos en practicantes y no practicantes y estos son los malos y aquellos los buenos.
Entre los grupos eclesiales los hay que invitan a unirse a ellos “porque poseen la verdad”, lo que implica la ignorancia religiosa de los demás. Los hay que se muestran inseparables amigos mientras tratan de conseguir un nuevo miembro. Y cuando al fin no lo consiguen no tiene empacho en negarle su amistad, dándolo por perdido para la eternidad. En nombre de la santidad de nuestra doctrina cuantas barbaridades se han cometido a lo largo de la historia.
La pertenencia a una Iglesia Santa no debe convertirnos a los que pertenecemos a Ella en “santos fariseos” mejores que los demás hombres. Más bien los miembros de esa Iglesia Santa deben ser los publicanos que conocen sus pecados y su debilidad y no tienen ni tiempo ni manos para señalar con desprecio a los demás.
No nos olvidemos de que en realidad ante Dios todos somos insolventes, y que no hay en realidad santos, sino amados de Dios.
(*) Botafumeiro es el incensario gigante de la Catedral de Santiago de Compostela, en Galicia, España, que es donde reposan los restos del Apóstol Santiago. Usar el botafumeiro es hacer muchos elogios de uno mismo o de otros.

José María Maruri, SJ
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¿NOS CREEMOS SUPERIORES?

1.- El pecado de soberbia. El fariseo se creía santo, por eso se sentía "separado" de otro, el publicano. El afán de piedad y de santidad llevó a muchos a separarse de los demás, eran los "parushim" –en hebreo significa separado–. Cifraban la santidad en el cumplimiento de la ley tal como prescribía el Levítico. Ponían todo su empeño en la recitación diaria de oraciones, ayunos y la práctica de la caridad. Se sentían satisfechos por lo que eran y por lo que les diferenciaba de los demás. Estaban convencidos de que así obtenían el favor de Dios. Sin embargo, aquél que se creía cerca de Dios, en realidad estaba lejos. ¿Por qué? Porque le faltaba lo más esencial: el amor. Así lo reconoció después Pablo, que fue fariseo antes de su encuentro con Cristo: "si no tengo amor, no soy nada". Aunque alguien repartiera en limosna todo lo que tiene y hasta se dejara quemar vivo, si le falta el amor, no vale de nada. El fariseo dice "Te doy gracias". San Agustín se pregunta dónde está su pecado y obtiene la respuesta: "en su soberbia, en que despreciaba a los demás"
2.- Dios no estaba lejos del publicano. Era un recaudador de impuestos odiado por todos. Se quedó atrás, no se atrevía a entrar. Pero No da gracias, sino que pide perdón. No se atrevía a levantar los ojos a Dios, porque se miraba a sí mismo y reconocía su miseria, pero confía en la misericordia de Dios. Una vez más Dios está en la miseria del hombre, para levantarle de la misma. El publicano tenía lo que le faltaba al fariseo: amor. No puede curarse quien no es capaz de descubrir sus heridas. El publicano se examinaba a sí mismo y descubría su enfermedad. Quiere curarse, por eso acude al único médico que puede vendarle y curarle tras aplicarle el medicamento: su gracia sanadora.
3.- "El que se exalta será humillado y el que se humilla será enaltecido". No se trata aquí de caer en el maniqueísmo: hombre malo, hombre bueno. El fariseo era pecador y no lo reconocía, el publicano también era pecador, pero lo reconocía y quería cambiar. El fariseo se siente ya contento con lo que hace, se siente salvado con cumplir, pero esto no es suficiente. En el Salmo proclamamos que Dios está cerca de los atribulados. En realidad está cerca de todos, pero sólo puede entrar en aquellos que le invocan, porque El escucha siempre al afligido. Este es justificado y el fariseo no. Pablo en la carta a los Romanos emplea el mismo término "justificación" -en hebreo dikaiow". Justificar es declarar justo a alguien y sólo Dios puede hacerlo, no uno mismo. No es un mérito que se pueda exigir, sino un don gratuito de Dios. La conclusión de la parábola es bien clara: "el que se exalta será humillado y el que se humilla será enaltecido".
4.- Examinemos nuestro comportamiento como cristianos. ¿No somos muchas veces como el fariseo creyéndonos en la exclusiva de la salvación porque "cumplimos" nuestros deberes religiosos? Incluso puede que despreciamos a los demás o les tachamos de herejes o depravados. ¿Quiénes somos nosotros para juzgar? El Papa Francisco ha dicho en más de una ocasión que él no puede condenar a nadie porque solo Dios es quien juzga las intenciones y las circunstancias concretas de cada persona. Sólo Dios puede justificar. Además la fe cristiana no consiste sólo en un cumplimiento de devociones, sino en encontrarnos con Jesucristo resucitado y dejar que su amor vivificante transforme nuestra vida. Entonces nos daremos cuenta de que hay amor en nuestra vida.

José María Martín OSA
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¿A QUIÉN AGRADAR?
¿Recordáis el Evangelio del domingo anterior? Nos sugería aquella idea de que hay que rezar, con confianza y constantemente.
1.- Hoy, de nuevo, Jesús pone delante de la pantalla de nuestra vida el trato personal que hemos de tener con Dios. Nos marca una hoja de ruta para alcanzar la perfección en la oración. ¡Qué bueno sería que nos analizásemos un poco! ¿Cómo está nuestra relación con el Señor? ¿Ya existe? ¿Es distante o cercana? ¿Altanera o humilde? ¿Egoísta o gratuita? ¿Cuántos watsApp, e-mail enviamos (con nuestra oración) al que nos ha dado la vida?
Con qué claridad, el Señor, nos dice lo que piensa. No es bueno el sentirnos seguros de nosotros mismos. Entre otras cosas porque, ello, nos lleva al distanciamiento de Dios y, junto con ello, a los juicios injustos sobre los demás. La autocomplacencia no es buena.
Cuando los domingos nos reunimos en la Eucaristía, cuando participamos en diversos actos litúrgicos, pastorales, caritativos o de índole pastoral, no lo hemos de hacer desde un “ajuste de cuentas con Dios”; “mira lo qué hago” “recuerda que yo sí y otros no”. Quien piense que, la eucaristía, es un favor que nosotros le hacemos a Dios…anda tremendamente equivocado. ¿Serviría de algo poseer dos inmensos pulmones sin oxígeno para respirar?
2.- El espejo de la cenicienta “dime espejito quién es más guapo que yo” lo hemos de desterrar a la hora de hacer una radiografía del estado en que se encuentra nuestra alma o nuestro corazón, nuestra fe o nuestra amistad con Dios. Es más; en vez ponernos un espejo para mirarnos por delante, sería bueno que fueran –otros– los que nos lo pusieran por detrás. Es decir; para que viésemos el peso o la fragilidad que soportan nuestras espaldas y que nos impiden ser buenos hijos de Dios.
3.- .En la sociedad en la que nos desenvolvemos se lleva mucho el mundo de la imagen. Es más, nos preocupa muchísimo el concepto que los demás puedan tener de nosotros. La oración, entre otras cosas, nos sitúa en el centro de nuestra existencia: en Dios. Con El, todo. Sin Él, nada. Al fin y al cabo, por lo que hemos de luchar es por agradar a Dios y no por engordar o satisfacer nuestro ego.
La sinceridad de nuestra oración, para darle gusto a Dios, no la hemos de medir por la cantidad de palabras, las rimas o la poesía que empleamos en ella o los mismos cantos que nos pueden ayudar a sintonizar más con Dios. La verdad de nuestra piedad se demuestra en la calidad que ponemos en lo que decimos; en la atención que ponemos cuando rezamos; en la humildad o transparencia a la hora de expresarlo.
¿Qué imagen tendrá Dios de nosotros? Una cosa está clara: de Dios no nos escapamos nadie. Ya podemos acudir al templo metidos en un abrigo, o blindados en mil palabrerías, si lo hacemos desde la vanidad, desde la idea de “bastante hago con venir aquí”, Dios nos deja desnudos. Sabe, desde el primer momento, con qué actitud nos ponemos frente a Él. Con la parábola viuda y el juez injusto, el Señor nos invitaba a rezar insistentemente. Hoy con esta bella parábola, Jesús, nos indica el espíritu con el que hemos de hacerlo: la humildad.
4.- Dejemos fuera las categorías por las que nos regimos y con las que nos desenvolvemos en el mundo; aquí no podemos engañar a nadie. Qué grande es recordar aquello de: “Señor dame una alforja; para que en su parte delantera vea mis propios defectos y, en la parte de atrás, deje los fallos de los demás; Señor; dame una alforja; para que en la parte de adelante meta las virtudes de los demás y, en la de atrás, sepa llevar con afán de superación las mías”.
En algunos momentos solemnes solemos utilizar el incensario para dar gloria y alabanza al Señor. Pues eso…el incienso y el incensario para Dios. Tiempo llegará, cuando Él quiera, en que determine el valor de todo lo que decimos hacer y decir en su nombre.

Javier Leoz
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Santoral
San Frumencio, San Demetrio Bassarabov, Santo Dominguito dal Val, Beata Antonieta



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