LECTURAS
DE LA EUCARISTÍA
Martes,
1 de Octubre de 2013
Semana
26ª durante el año
Santa
Teresa del Niño Jesús, Virgen
Memoria
Lectura
del libro del profeta Zacarías 8,20-23
Esto
dice el Señor de los ejércitos: “Vendrán pueblos y habitantes de muchas
ciudades. Y los habitantes de una ciudad irán a ver a los de la otra y les
dirán: ‘Vayamos a orar ante el Señor y a implorar la ayuda del Señor de los
ejércitos’. ‘Yo también voy’. Y vendrán numerosos pueblos y naciones poderosas
a orar ante el Señor Dios en Jerusalén y a implorar su protección”.
Esto
dice el Señor de los ejércitos: “En aquellos días, diez hombres de cada lengua
extranjera tomarán por el borde del manto a un judío y le dirán: ‘Queremos ir
contigo, pues hemos oído decir que Dios está con ustedes’”.
Palabra
de Dios.
Te
alabamos, Señor.
SALMO
RESPONSORIAL 86,1-7
R
Dios está con nosotros.
Jerusalén
gloriosa,
el
Señor ha puesto en ti su templo.
Tú
eres más querida para Dios
que
todos los santuarios de Israel /R
De
ti, Jerusalén, ciudad del Señor,
se
dirán maravillas.
Egipto
y Babilonia adorarán al Señor;
los
filisteos, con Tiro y Etiopía, serán como tus hijos /R
Y
de ti, Jerusalén,
afirmarán:
“Todos los pueblos
han
nacido en ti
y
el Altísimo es tu fortaleza” /R
El
Señor registrará en el libro de la vida a cada pueblo,
convertido
en ciudadano tuyo;
y
todos los pueblos te cantarán,
bailando:
“Tú eres la fuente de nuestra salvación” /R
EVANGELIO
LECTURA DEL SANTO EVANGELIO
SEGÚN SAN LUCAS 51-56
Cuando
ya se acercaba el tiempo en que tenía que salir de este mundo, Jesús tomó la
firme determinación de emprender el viaje a Jerusalén. Envió mensajeros por
delante y ellos fueron a una aldea de Samaria para conseguirle alojamiento;
pero los samaritanos no quisieron recibirlo, porque supieron que iba a
Jerusalén. Ante esta negativa, sus discípulos Santiago y Juan le dijeron:
“Señor, ¿quieres que hagamos bajar fuego del cielo para que acabe con ellos?”
Pero
Jesús se volvió hacia ellos y los reprendió. Después se fueron a otra aldea.
Palabra
del Señor.
Gloria
a ti, Señor Jesús.
Reflexión
Zac. 8, 20-23. El
reconocimiento del Dios único, revelado a nuestros antiguos Padres, hará que
finalmente todos acepten lo que Jesús, nuestro Señor, había indicado a la
Samaritana: La Salvación viene de los Judíos.
En
torno a Dios y a su Mesías se reunirán todas las naciones como un sólo pueblo
que alabe su Nombre y le haga ofrendas agradables.
No
sólo tomaremos por el borde el manto de Jesús para ir con Él a glorificar al
Padre Dios; sino que nos revestiremos de Él, de su dignidad de Hijo para
participar de la Gloria que le corresponde como a Hijo unigénito del Padre.
Finalmente aquella dispersión de la humanidad iniciada en Babel, ahora regresa
a su unidad no en torno a un edificio que se elevaría para contemplar a Dios,
sino en torno a Jesús que nos hace no sólo contemplar, sino participar de su
misma vida divina.
Procuremos
que la Iglesia de Jesús se convierta, realmente, en signo de unidad para todos
porque nuestro lenguaje, lenguaje de amor, sea el mismo en todas las naciones.
Así, amándonos, podremos en verdad hacer que quienes no creen en Dios puedan
decir: vayamos al Dios de los cristianos, pues nos gustaría amar como ellos se
aman, y vivir guiados y protegidos por el Dios que los guía y protege a ellos.
Sal. 87 (86).
Habiendo Dios escogido a Israel como Pueblo suyo y ovejas de su rebaño, el
Señor mismo lo convierte en signo de salvación para todos los pueblos. Esa
salvación no se limita a las naciones que, por lo menos, no hayan sido
totalmente hostiles a Dios y a su Pueblo, sino que está abierta incluso a
quienes les hicieron daño y los persiguieron, como Egipto y Babilonia.
Dios
quiere que todos se salven y lleguen al conocimiento de la Verdad, para que
seamos libres, hijos, y no esclavos.
Por
medio de la Iglesia el Señor ha hecho realidad este plan de salvación por el
que quiere manifestar su amor misericordioso a todas las naciones.
No
importan nuestros grandes pecados, lo que importa es que volvamos al Señor y
hagan de nuestra vida una continua alabanza a su Nombre, reconociendo que el
Señor es la fuente de nuestra salvación, y que, fuera de Él, no puede
encontrarse otro nombre ni otro camino que nos conduzca a la plena unión con
Dios.
Lc. 9, 51-56.
Débiles, como niños; celosos de lo suyo, como los que se han apegado a sus
logros y a sus tradiciones.
Cuando
uno vive tras de estos criterios inmaduros, pareciera que le da culto a Dios,
pero al rechazar a su prójimo está manifestando que realmente no le pertenece a
Cristo.
Y
deteniéndonos a contemplar a los que viven sin Dios, aún cuando estén
bautizados, no podemos condenarlos. El juicio sólo le pertenece a Dios; a
nosotros nos corresponde amar. Y ese amor no debe llevarnos sino a trabajar por
la salvación de los demás. Pues el camino de Aquel que vino, no a condenarnos
sino a salvarnos, es el mismo camino que debe seguir su Iglesia.
Amemos
de corazón a nuestro prójimo, siendo capaces de darlo todo por él, con tal de
salvarlo, no por nuestro poder, sino por el Poder de Dios, que actúa en nosotros.
Tomemos,
pues, la firme determinación de ir a la Gloria del Padre. Tal vez muchos nos
cierren las puertas, nos critiquen y se burlen de nosotros, nos persigan y nos
silencien para siempre. Pero recordemos que no hay otro camino para llegar a la
gloria sino pasando por nuestro propio calvario, llenos de amor y de confianza
en Aquel que nos ha amado y que nos quiere tras sus huellas, cargando nuestra
propia cruz de cada día, hasta llegar a donde Él, nuestra Cabeza y principio,
nos ha precedido.
El
Señor se ha hecho uno de nosotros; y Él a nadie de nosotros rechaza.
Es
Él quien nos ha convocado, en este día, en torno a Sí mismo sin guardarnos
rencor, pues Él a nadie quiere condenar. Su amor se manifestó en esto, en que
siendo aún pecadores, Él entregó su vida por nosotros.
Y
en este día estamos celebrando el Misterio de su Amor por nosotros. El Señor
quiere alojarse hoy en nosotros. Ojalá y no le cerremos la puerta impidiéndole
el paso a nuestra vida.
No
vengamos sólo a platicar con Él mediante la oración; es necesario que Él vaya
con nosotros a nuestra vida cotidiana para que, en medio de nuestras
actividades diarias, Él pueda, por medio nuestro, hacerse presente en aquellas
circunstancias que necesitan ser purificadas de pecado o de signos de muerte.
Sólo
teniendo a Cristo con nosotros podremos, en verdad, ser fermento de santidad en
el mundo.
El
Señor ha constituido a su Iglesia en Ministro de su perdón, de su Gracia y de
su amor. Somos portadores de vida y testigos de un mundo nuevo.
En
nuestro mundo hay mucho dolor y sufrimiento provocados por las injusticias
sociales; hay pandemias provocadas por la inmadurez de muchas personas que se
han dejado dominar por quienes provocan el hedonismo y sólo tienen en su mente
el afán de lucro, queriendo mercar con las personas y después con la
enfermedad.
Muchos
valores han desaparecido y la persona se ha reducido a un ser que busca afanosa
e inútilmente su felicidad y su seguridad en la posesión enfermiza de cosas
pasajeras.
Nuestra
sociedad en lugar de caminar hacia su madurez se va deteriorando en muchos
sectores azotados por la pobreza y por la falta de auténticos valores.
No
podemos levantarnos en contra de las masas hambrientas y faltas de todo, que se
rebelan desesperadas por no poder llevar una vida digna.
Hay
problemas muy graves que no se solucionan con la persecución y la muerte. Es
necesario repensar nuestra economía; es necesario volver la mirada hacia la
realización de una verdadera justicia social. No seamos ocasión de que los
demás maldigan el día de su nacimiento y nos maldigan también a nosotros a
causa de su sufrimiento provocado por el fuego que hemos arrojado sobre ellos
para consumirlos con nuestro egoísmo, con nuestras injusticias, con nuestra
avaricia y con nuestro desmedido afán de poder.
Si
somos realmente de Cristo y si Él habita en nosotros, no nos quedemos en una fe
tan sólo de rodillas ante Él, sino que salgamos al encuentro de nuestro prójimo
para devolverle su dignidad humana y su dignidad de hijo de Dios en Cristo
Jesús, aún a costa de entregar nuestra vida por él.
Roguémosle
al Señor que nos conceda, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra
Madre, la gracia de sabernos amar como hermanos, buscando siempre el bien de
todos sin jamás provocar que el mal dañe a los demás, antes bien procurando que
quienes han sido deteriorados por el pecado o por los signos de muerte,
encuentren el camino que los conduzca a Cristo, nuestro Salvador, y en quien
somos renovados como criaturas llenas de verdad y de amor. Amén.
Reflexión: homilía catolica.
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