Homilía del Prefecto de la Congregación para la Evangelización de los Pueblos
con ocasión de la Solemne Celebración de Apertura del 4º Congreso Americano
Misionero CAM 4 – Comla 9
EN VENEZUELA
Queridos hermanos en el episcopado y en el sacerdocio,
Queridos hermanos y hermanas en Cristo,
Cuando el Santo Padre, el Papa Francisco, ha recibido la noticia de la celebración de este IV Congreso Americano Misionero y IX Congreso Misionero Latinoamericano, con la invitación a enviar un representante suyo, con mucha benevolencia ha pensado en nombrarme su Delegado Extraordinario, en cuanto Prefecto de la Congregación para la Evangelización de los Pueblos. Es por eso que, con sumo gusto, he aceptado la designación, por lo que hoy me encuentro aquí en medio de ustedes presidiendo esta solemne celebración de apertura.
Con su Carta de designación, el Papa no solamente se hace presente en medio a ustedes, sino que me pide transmitirles a ustedes su cariño, y les saluda cordialmente a todos: al pastor de esta Iglesia particular de Maracaibo, el arzobispo Ubaldo Ramón Santana Sequela, a los Obispos, sacerdotes, religiosos, religiosas y laicos, así como a quienes con gran generosidad contribuyen al éxito de nuestro Congreso.
En su Carta de designación, el Papa Francisco escribe, refiriéndose al documento conciliar Ad Gentes, que la naturaleza verdadera y profunda de la Iglesia es la naturaleza misionera. Este es el motivo por el que la Iglesia entiende dedicarse también hoy, con gran entusiasmo, para que el Evangelio sea anunciado a todas las gentes (cfr. Mc 13, 10), siguiendo el mismo camino señalado por el Señor «es decir, por el camino de la pobreza, de la obediencia, del servicio, y de la inmolación de sí mismo hasta la muerte, de la que salió victorioso por su resurrección» (AG 5).
En efecto, la liturgia de la Palabra de hoy, nos sitúa ante el designio de Dios, concebido desde la eternidad: se habla de la gloria de Dios que el profeta Isaías ve brillar como una luz sobre la humanidad; una humanidad que, salida de las tinieblas o de una niebla intensa, casi en procesión, de dirige al “monte santo de Jerusalén” (Is 66, 20), trayendo «la oblación en recipiente limpio a la Casa de Yahveh» (Is 66, 20). Jesús, el esperado, aparece como la luz de las gentes, la luz de quien cree, la luz de la fe. Esta expresión la tomamos prestada del Papa Francisco para dar nombre a su primera encíclica, Lumen fidei, en la que desde las primeras líneas se recuerda al evangelista Juan (12, 46), en el pasaje en el que mejor que en cualquier otro, se explica la profunda misión de Jesús: «Yo, la luz, he venido al mundo para que todo el que crea en mí no siga en las tinieblas». Las gentes, todas las naciones, pues, están llamada a ver la luz de Cristo, como el mismo profeta Isaías dirá en otro pasaje: «Caminarán las naciones a tu luz» (Is 60, 3), «pregonando alabanzas a Yahveh» (Is 60, 6). Isaías proclama que la salvación es universal.
El pasaje del Evangelio de San Lucas, nos sitúa ante el misterio de Jesús ya presente en María, que en su gesto de caridad ante Isabel, indica a su propio Hijo como la verdadera vida y la luz de los hombres. Al mismo tiempo proclama que todas las generaciones, en la misericordia de Dios, tienen la gracia de llegar a ser hijos de Dios.
Un Evangelio que nos indica, para María, la centralidad de Cristo en la historia de salvación y que, consiguientemente, se debe convertir en el centro de nuestra predicación, más aún, de la predicación de la Iglesia. Lo dicen muy claramente los Hechos de los Apóstoles, en el pasaje que hemos escuchado como segunda lectura, en el que se dice que todas las gentes, por Pentecostés, por el Espíritu Santo, están llamadas a recibir su don. Tampoco San Pablo nunca se cansará de predicar la gracia que es ser su ministro: pienso que «conocéis la misión de la gracia que Dios me concedió» (Ef 3, 1); ahora, esta misión de la gracia, dice el Apóstol, consiste en el hecho de que «los gentiles sois coherederos, miembros del mismo Cuerpo y partícipes de la misma Promesa en Cristo Jesús por medio del Evangelio» (Ef 3, 6). La eclesiología de San Paolo tiene, pues, la tarea de conducir todas las gentes a Cristo y Cristo a todas las gentes. De aquí nace la misionariedad y el sentido de este Congreso, que no es una agregación de fuerzas, ni un show numérico, o una reunión de nostálgicos.
En este nuestro Congreso ponemos en el centro a Cristo y como Maestro nos proponemos escuchar su voz, acoger su mensaje, hacer que entre en nosotros y prepararnos a la misión. Sí, exactamente, como dice el tema de este Congreso: hacerse “Discípulos misioneros de Jesucristo, desde América, en un mundo secularizado y pluricultural”.
Necesitamos reflexionar, a distancia de cinco siglos de evangelización de este Continente, como nuestra gente, que también ha recibido y acogido la fe, vive y cree. Necesitamos preguntarnos qué es lo que predomina en nuestras Iglesias, si es una pastoral de conservación o de anuncio; si es una pastoral centrada solamente en nuestras realidades americanas o latinoamericanas, o, al contrario, abierta al mundo; si nuestra pastoral, a veces cercana a los pobres de palabra, no esté en realidad alejada de ellos, considerando que no pueden decirnos nada. Tenemos que preguntarnos si la nuestra es una pastoral atenta a poner a Cristo en el primer lugar, en el centro, o si, al contrario, como dice el Papa Francisco, es autorreferencial, policante, ideologizadora, sin alma y formal.
Iniciamos nuestro Congreso con este acto de culto, en el cual pedimos a Cristo que se haga nuestro hermano, nuestra luz, nuestro bien. Nos acompañará la oración, y nos situamos desde ahora en la escuela de Jesús Maestro, queriendo también nosotros, con los discípulos sobre el Tabor, decir a Jesús: es bueno estar aquí; ha sido bueno estas aquí. Aunque después el Señor nos hará bajar del Tabor y nos conducirá a la Galilea de las gentes, donde nos espera nuestra misión. Amén.
Cardenal Filoni: Preguntémonos si en la Iglesia hay una pastoral abierta al mundo
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