LECTURAS DE LA EUCARISTÍA
DOMINGO 29 DE JUNIO DE 2014
TIEMPO ORDINARIO A. SEMANA 13
SANTOS PEDRO Y PABLO, APÓSTOLES
ANTÍFONA
DE ENTRADA
Éstos
son los que, viviendo en nuestra carne, con su sangre fecundaron a la Iglesia,
bebieron del cáliz del Señor, y fueron hechos amigos suyos.
Se
dice Gloria.
ORACIÓN
COLECTA
Dios
nuestro, tú que nos llenas de una venerable y santa alegría en la solemnidad de
tus santos apóstoles Pedro y Pablo, concede a tu Iglesia que se mantenga
siempre fiel a todas las enseñanzas de aquellos por quienes comenzó la
propagación de la fe. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que vive y reina
contigo en la unidad del Espíritu Santo y es Dios por los siglos de los siglos.
LITURGIA
DE LA PALABRA
Ahora sí estoy seguro de que el Señor envió
a su ángel, para librarme de las manos de Herodes.
DEL LIBRO DE LOS HECHOS DE LOS
APÓSTOLES: 12, 1-11
En
aquellos días, el rey Herodes mandó apresar a algunos miembros de la Iglesia
para maltratarlos. Mandó pasar a cuchillo a Santiago, hermano de Juan, y viendo
que eso agradaba a los judíos, también hizo apresar a Pedro. Esto sucedió
durante los días de la fiesta de los panes Ázimos. Después de apresarlo, lo
hizo encarcelar y lo puso bajo la vigilancia de cuatro turnos de guardia, de
cuatro soldados cada turno. Su intención era hacerlo comparecer ante el pueblo
después de la Pascua. Mientras Pedro estaba en la cárcel, la comunidad no
cesaba de orar a Dios por él.
La
noche anterior al día en que Herodes iba a hacerlo comparecer ante el pueblo,
Pedro estaba durmiendo entre dos soldados, atado con dos cadenas y los
centinelas cuidaban la puerta de la prisión. De pronto apareció el ángel del
Señor y el calabozo se llenó de luz. El ángel tocó a Pedro en el costado, lo
despertó y le dijo: "Levántate pronto". Entonces las cadenas que le
sujetaban las manos se le cayeron. El ángel le dijo: "Cíñete la túnica y
ponte las sandalias", y Pedro obedeció. Después le dijo: "Ponte el
manto y sígueme". Pedro salió detrás de él, sin saber si era verdad o no
lo que el ángel hacía, y le parecía más bien que estaba soñando. Pasaron el
primero y el segundo puesto de guardia y llegaron a la puerta de hierro que
daba a la calle. La puerta se abrió sola delante de ellos. Salieron y caminaron
hasta la esquina de la calle y de pronto el ángel desapareció.
Entonces,
Pedro se dio cuenta de lo que pasaba y dijo: "Ahora sí estoy seguro de que
el Señor envió a su ángel para librarme de las manos de Herodes y de todo
cuanto el pueblo judío esperaba que me hicieran".
Palabra
de Dios.
Te
alabamos, Señor.
SALMO RESPONSORIAL: Del salmo 33
R/.
El Señor me libró de todos mis temores.
Bendeciré
al Señor a todas horas, no cesará mi boca de alabarlo. Yo me siento orgulloso
del Señor, que se alegre su pueblo al escucharlo. R/.
Proclamemos
la grandeza del Señor y alabemos todos juntos su poder. Cuando acudí al Señor,
me hizo caso y me libró de todos mis temores. R/.
Confía
en el Señor y saltarás de gusto, jamás te sentirás decepcionado, porque el
Señor escucha el clamor de los pobres y los libra de todas sus angustias. R/.
Junto
a aquellos que temen al Señor el ángel del Señor acampa y los protege. Haz la
prueba y verás qué bueno es el Señor. Dichoso el hombre que se refugia en Él.
R/.
Ahora sólo espero la corona merecida.
DE LA SEGUNDA CARTA DEL APÓSTOL SAN
PABLO A TIMOTEO: 4, 6-8. 17-18
Querido
hermano: Ha llegado para mí la hora del sacrificio y se acerca el momento de mi
partida. He luchado bien en el combate, he corrido hasta la meta, he
perseverado en la fe. Ahora sólo espero la corona merecida, con la que el
Señor, justo juez, me premiará en aquel día, y no solamente a mí, sino a todos
aquellos que esperan con amor su glorioso advenimiento.
Cuando
todos me abandonaron, el Señor estuvo a mi lado y me dio fuerzas para que, por
mi medio, se proclamara claramente el mensaje de salvación y lo oyeran todos
los paganos. Y fui librado de las fauces del león. El Señor me seguirá librando
de todos los peligros y me llevará sano y salvo a su Reino celestial.
Palabra
de Dios.
Te
alabamos, Señor.
ACLAMACIÓN
(Mt 16, 18)
R/.
Aleluya, aleluya.
Tú
eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y los poderes del infierno
no prevalecerán sobre ella, dice el Señor. R/.
Tú eres Pedro y yo te daré las llaves
del Reino de los cielos
DEL SANTO EVANGELIO SEGÚN SAN MATEO:
16, 13-19
En
aquel tiempo cuando llego Jesús a la región de Cesarea de Filipo, hizo esta
pregunta a sus discípulos: "¿Quién dice la gente que es el Hijo del
hombre?" Ellos le respondieron: "Unos dicen que eres Juan el
Bautista; otros, que Elías; otros, que Jeremías o alguno de los profetas".
Luego
les preguntó: "Y ustedes, ¿quién dicen que soy yo?" Simón Pedro tomó
la palabra y le dijo: "Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo".
Jesús
le dijo entonces: "¡Dichoso tú, Simón, hijo de Juan, porque esto no te lo
ha revelado ningún hombre, sino mi Padre, que está en los cielos! Y yo te digo
a ti que tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia. Los poderes
del infierno no prevalecerán sobre ella. Yo te daré las llaves del Reino de los
cielos; todo lo que ates en la tierra quedará atado en el cielo, y todo lo que
desates en la tierra quedará desatado en el cielo".
Palabra
del Señor.
Gloria
a ti, Señor Jesús.
Se
dice Credo.
PLEGARIA
UNIVERSAL
Por
Jesucristo, el Hijo de Dios, presentemos al Padre nuestras plegarias.
Después
de cada petición diremos: Escúchanos, Padre.
Por
toda la Iglesia, para que viva cada día más intensamente la fe y el amor de
Jesucristo que los apóstoles nos han transmitido. Oremos.
Por
el Papa Francisco, sucesor del apóstol Pedro, para que el Señor lo bendiga, y
con su testimonio llene de esperanza y alegría a todo el pueblo cristiano.
Oremos.
Por
quienes son perseguidos por causa de su fe o de su lucha por la justicia, para
que sientan siempre la fuerza de Dios que los acompaña. Oremos.
Por
los que no conocen a Jesucristo o no se sienten atraídos por Él, para que
puedan vivir un día la fuerza transformadora del Evangelio. Oremos.
Por
los que celebramos en esta Eucaristía los misterios de la Pascua del Señor,
para que nos alegremos de compartir su pasión para alcanzar la vida nueva de la
resurrección. Oremos.
Escucha,
Padre, las oraciones de tu pueblo, que recuerda hoy la palabra y el martirio de
los apóstoles Pedro y Pablo, y haz que aumente en nosotros la fidelidad a tu
Hijo Jesucristo. Él que vive y reina por los siglos de los siglos.
ORACIÓN
SOBRE LAS OFRENDAS
Haz,
Señor, que la oración de tus santos Apóstoles acompañe la ofrenda que te
presentamos, y nos permita celebrar con devoción este santo sacrificio. Por
Jesucristo, nuestro Señor.
PREFACIO
En
verdad es justo y necesario, es nuestro deber y salvación darte gracias siempre
y en todo lugar, Señor, Padre santo, Dios todopoderoso y eterno.
Porque
en los apóstoles Pedro y Pablo has querido darnos un motivo de alegría: Pedro
fue el primero en confesar la fe; Pablo, el maestro que la anunció con
claridad; Pedro fundó la primitiva Iglesia con el resto de Israel; Pablo la
extendió entre los paganos llamados a la fe.
De
esta forma, Señor, por caminos diversos, congregaron a la única familia de
Cristo; y coronados por el martirio, son igualmente venerados por tu pueblo.
Por eso, con todos los ángeles y santos, te alabamos, proclamando sin cesar:
Santo, Santo, Santo...
ANTÍFONA
DE LA COMUNIÓN (Cfr. Mt 16, 16. 18)
Dijo
Pedro a Jesús: Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo. Jesús le respondió: Tú
eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia.
ORACIÓN
DESPUÉS DE LA COMUNIÓN
Renovados
por este sacramento, Señor, concédenos vivir de tal manera en tu Iglesia que,
perseverando en la fracción del pan y en la enseñanza de los Apóstoles,
tengamos un solo corazón y un mismo espíritu, fortalecidos por tu amor. Por
Jesucristo, nuestro Señor.
Puede
utilizarse la fórmula de bendición solemne.
REFLEXIÓN
Autor: SS. Benedicto XVI
Solemnidad
de San Pedro y San Pablo
Mateo
16, 13-19
Miércoles
29 de junio de 2005
Queridos
hermanos y hermanas:
La
fiesta de San Pedro y San Pablo, apóstoles, es una grata memoria de los grandes
testigos de Jesucristo y, a la vez, una solemne confesión de fe en la Iglesia
una, santa, católica y apostólica.
Ante
todo es una fiesta de la catolicidad. El signo de Pentecostés ―la nueva
comunidad que habla en todas las lenguas y une a todos los pueblos en un único
pueblo, en una familia de Dios― se ha hecho realidad. Nuestra asamblea
litúrgica, en la que se encuentran reunidos obispos procedentes de todas las
partes del mundo, personas de numerosas culturas y naciones, es una imagen de
la familia de la Iglesia extendida por toda la tierra. Los extranjeros se han
convertido en amigos; superando todos los confines, nos reconocemos hermanos.
Así se ha cumplido la misión de san Pablo, que estaba convencido de ser
"ministro de Cristo Jesús para con los gentiles, ejerciendo el sagrado
oficio del Evangelio de Dios, para que la ofrenda de los gentiles, consagrada
por el Espíritu Santo, agrade a Dios" (Rm 15, 16).
La
finalidad de la misión es una humanidad transformada en una glorificación viva
de Dios, el culto verdadero que Dios espera:
este es el sentido más profundo de la catolicidad, una catolicidad que
ya nos ha sido donada y hacia la cual, sin embargo, debemos avanzar siempre de
nuevo. Catolicidad no sólo expresa una dimensión horizontal, la reunión de
muchas personas en la unidad; también entraña una dimensión vertical: sólo dirigiendo nuestra mirada a Dios, sólo
abriéndonos a él, podemos llegar a ser realmente uno. Como san Pablo, también
san Pedro vino a Roma, a la ciudad a donde confluían todos los pueblos y que,
precisamente por eso, podía convertirse, antes que cualquier otra, en
manifestación de la universalidad del Evangelio. Al emprender el viaje de
Jerusalén a Roma, ciertamente sabía que lo guiaban las palabras de los profetas,
la fe y la oración de Israel.
En
efecto, la misión hacia todo el mundo también forma parte del anuncio de la
antigua alianza: el pueblo de Israel
estaba destinado a ser luz de las naciones. El gran salmo de la Pasión, el
salmo 21, cuyo primer versículo "Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has
abandonado?" pronunció Jesús en la cruz, terminaba con la visión: "Volverán al Señor de todos los confines
del orbe; en su presencia se postrarán las familias de los pueblos" (Sal
21, 28). Cuando san Pedro y san Pablo vinieron a Roma, el Señor, que había
iniciado ese salmo en la cruz, había resucitado; ahora se debía anunciar a
todos los pueblos esa victoria de Dios, cumpliendo así la promesa con la que
concluía el Salmo.
Catolicidad
significa universalidad, multiplicidad que se transforma en unidad; unidad que,
a pesar de todo, sigue siendo multiplicidad. Las palabras de san Pablo sobre la
universalidad de la Iglesia nos han explicado que de esta unidad forma parte la
capacidad de los pueblos de superarse a sí mismos para mirar hacia el único
Dios.
El
fundador de la teología católica, san Ireneo de Lyon, en el siglo II, expresó
de un modo muy hermoso este vínculo entre catolicidad y unidad: “la Iglesia
recibió esta predicación y esta fe, y, extendida por toda la tierra, con esmero
la custodia como si habitara en una sola familia. Conserva una misma fe, como
si tuviese una sola alma y un solo corazón, y la predica, enseña y transmite
con una misma voz, como si no tuviese sino una sola boca. Ciertamente, son diversas
las lenguas, según las diversas regiones, pero la fuerza de la tradición es una
y la misma. Las Iglesias de Alemania no creen de manera diversa, ni transmiten
otra doctrina diferente de la que predican las de España, las de Francia, o las
del Oriente, como las de Egipto o Libia, así como tampoco las Iglesias
constituidas en el centro del mundo; sino que, así como el sol, que es una
criatura de Dios, es uno y el mismo en todo el mundo, así también la luz de la
predicación de la verdad brilla en todas partes e ilumina a todos los seres
humanos que quieren venir al conocimiento de la verdad" (Adversus
haereses, I, 10, 2).
La
unidad de los hombres en su multiplicidad ha sido posible porque Dios, el único
Dios del cielo y de la tierra, se nos manifestó; porque la verdad esencial
sobre nuestra vida, sobre nuestro origen y nuestro destino, se hizo visible
cuando él se nos manifestó y en Jesucristo nos hizo ver su rostro, se nos
reveló a sí mismo. Esta verdad sobre la esencia de nuestro ser, sobre nuestra
vida y nuestra muerte, verdad que Dios hizo visible, nos une y nos convierte en
hermanos. Catolicidad y unidad van juntas. Y la unidad tiene un contenido: la fe que los Apóstoles nos transmitieron de
parte de Cristo.
Me
alegra haber entregado a la Iglesia ayer ―en la fiesta de san Ireneo y en la
víspera de la solemnidad de San Pedro y San Pablo― una nueva guía para la
transmisión de la fe, que nos ayuda a conocer mejor y también a vivir mejor la
fe que nos une: el Compendio del
Catecismo de la Iglesia católica. Lo que en el gran Catecismo, mediante los
testimonios de los santos de todos los siglos y con las reflexiones maduradas
en la teología, se presenta de manera detallada, aquí, en este libro, se
encuentra recapitulado en sus contenidos esenciales, que luego se han de
traducir al lenguaje diario y se han de concretar siempre de nuevo.
El
libro está estructurado en forma de diálogo, con preguntas y respuestas;
catorce imágenes asociadas a los diversos campos de la fe invitan a la
contemplación y a la meditación. Resumen, por decir así, de modo visible lo que
la palabra desarrolla detalladamente. Al inicio está un icono de Cristo del
siglo VI, que se encuentra en el monte Athos y representa a Cristo en su
dignidad de Señor de la tierra, pero a la vez como heraldo del Evangelio, que
lleva en la mano. "Yo soy el que soy" ―este misterioso nombre de
Dios, propuesto en la antigua alianza― se halla escrito allí como su nombre
propio: todo lo que existe viene de él;
él es la fuente originaria de todo ser. Y por ser único, también está siempre
presente, siempre está cerca de nosotros y, al mismo tiempo, siempre nos
precede, como "señal" en el camino de nuestra vida; más aún, él mismo
es el camino.
No
se puede leer este libro como se lee una novela. Hace falta meditarlo con calma
en cada una de sus partes, dejando que su contenido, mediante las imágenes,
penetre en el alma. Espero que así sea acogido, a fin de que se convierta en
una buena guía para la transmisión de la fe.
Hemos
dicho que catolicidad de la Iglesia y unidad de la Iglesia van juntas. El hecho
de que ambas dimensiones se nos hagan visibles en las figuras de los santos
Apóstoles nos indica ya la característica sucesiva de la Iglesia: apostólica. ¿Qué significa?
El
Señor instituyó doce Apóstoles, como eran doce los hijos de Jacob, señalándolos
de esa manera como iniciadores del pueblo de Dios, el cual, siendo ya
universal, en adelante abarca a todos los pueblos. San Marcos nos dice que
Jesús llamó a los Apóstoles para que "estuvieran con él y también para
enviarlos" (Mc 3, 14). Casi parece una contradicción. Nosotros
diríamos: o están con él o son enviados
y se ponen en camino.
El
Papa san Gregorio Magno tiene un texto acerca de los ángeles que nos puede ayudar
a aclarar esa aparente contradicción. Dice que los ángeles son siempre enviados
y, al mismo tiempo, están siempre en presencia de Dios, y continúa: "Dondequiera que sean enviados,
dondequiera que vayan, caminan siempre en presencia de Dios" (Homilía 34,
13). El Apocalipsis se refiere a los obispos como "ángeles" de su
Iglesia; por eso, podemos hacer esta aplicación: los Apóstoles y sus sucesores deberían estar
siempre en presencia del Señor y precisamente así, dondequiera que vayan,
estarán siempre en comunión con él y vivirán de esa comunión.
La
Iglesia es apostólica porque confiesa la fe de los Apóstoles y trata de
vivirla. Hay una unicidad que caracteriza a los Doce llamados por el Señor,
pero al mismo tiempo existe una continuidad en la misión apostólica. San Pedro,
en su primera carta, se refiere a sí mismo como "co-presbítero" con
los presbíteros a los que escribe (cf. 1 P 5, 1). Así expresó el principio de
la sucesión apostólica: el mismo ministerio
que él había recibido del Señor prosigue ahora en la Iglesia gracias a la
ordenación sacerdotal. La palabra de Dios no es sólo escrita; gracias a los
testigos que el Señor, por el sacramento, insertó en el ministerio apostólico,
sigue siendo palabra viva.
Así
ahora me dirijo a vosotros, queridos hermanos en el episcopado. Os saludo con
afecto, juntamente con vuestros familiares y con los peregrinos de las
respectivas diócesis. Estáis a punto de recibir el palio de manos del Sucesor
de Pedro. Lo hemos hecho bendecir, como por el mismo san Pedro, poniéndolo
junto a su tumba. Ahora es expresión de nuestra responsabilidad común ante el
"Pastor supremo", Jesucristo, del que habla san Pedro (cf. 1 P 5, 4).
El
palio es expresión de nuestra misión apostólica. Es expresión de nuestra
comunión, que en el ministerio petrino tiene su garantía visible. Con la
unidad, al igual que con la apostolicidad, está unido el servicio petrino, que
reúne visiblemente a la Iglesia de todas las partes y de todos los tiempos,
impidiéndonos de este modo a cada uno de nosotros caer en falsas autonomías,
que con demasiada facilidad se transforman en particularizaciones de la Iglesia
y así pueden poner en peligro su independencia.
Con
esto no queremos olvidar que el sentido de todas las funciones y los
ministerios es, en el fondo, que "lleguemos todos a la unidad en la fe y
en el conocimiento del Hijo de Dios, al hombre perfecto, a la medida de Cristo
en su plenitud", de modo que crezca el cuerpo de Cristo "para
construcción de sí mismo en el amor" (Ef 4, 13. 16).
Desde
esta perspectiva, saludo con afecto y gratitud a la delegación de la Iglesia
ortodoxa de Constantinopla, que ha enviado el Patriarca ecuménico Bartolomé I,
al que dirijo un saludo cordial. Encabezada por el metropolita Ioannis, ha
venido a nuestra fiesta y participa en nuestra celebración. Aunque aún no
estamos de acuerdo en la cuestión de la interpretación y el alcance del
ministerio petrino, estamos juntos en la sucesión apostólica, estamos
profundamente unidos unos a otros por el ministerio episcopal y por el sacramento
del sacerdocio, y confesamos juntos la fe de los Apóstoles como se nos ha
transmitido en la Escritura y como ha sido interpretada en los grandes
concilios.
En
este momento de la historia, lleno de escepticismo y de dudas, pero también
rico en deseo de Dios, reconocemos de nuevo nuestra misión común de testimoniar
juntos a Cristo nuestro Señor y, sobre la base de la unidad que ya se nos ha
donado, de ayudar al mundo para que crea. Y pidamos con todo nuestro corazón al
Señor que nos guíe a la unidad plena, a fin de que el esplendor de la verdad,
la única que puede crear la unidad, sea de nuevo visible en el mundo.
El
evangelio de este día nos habla de la confesión de san Pedro, con la que inició
la Iglesia: "Tú eres el Cristo, el
Hijo de Dios vivo" (Mt 16, 16). He hablado de la Iglesia una, católica y
apostólica, pero no lo he hecho aún de la Iglesia santa; por eso, quisiera
recordar en este momento otra confesión de Pedro, pronunciada en nombre de los
Doce en la hora del gran abandono:
"Nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios" (Jn
6, 69). ¿Qué significa? Jesús, en la gran oración sacerdotal, dice que se
santifica por los discípulos, aludiendo al sacrificio de su muerte (cf. Jn 17,
19). De esta forma Jesús expresa implícitamente su función de verdadero Sumo
Sacerdote que realiza el misterio del "Día de la reconciliación", ya
no sólo mediante ritos sustitutivos, sino en la realidad concreta de su cuerpo
y su sangre.
En
el Antiguo Testamento, las palabras "el Santo de Dios" indicaban a
Aarón como sumo sacerdote que tenía la misión de realizar la santificación de
Israel (cf. Sal 105, 16; Si 45, 6). La confesión de Pedro en favor de Cristo, a
quien llama "el Santo de Dios", está en el contexto del discurso
eucarístico, en el cual Jesús anuncia el gran Día de la reconciliación mediante
la ofrenda de sí mismo en sacrificio:
"El pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo" (Jn 6,
51).
Así,
sobre el telón de fondo de esa confesión, está el misterio sacerdotal de Jesús,
su sacrificio por todos nosotros. La Iglesia no es santa por sí misma, pues
está compuesta de pecadores, como sabemos y vemos todos. Más bien, siempre es
santificada de nuevo por el Santo de Dios, por el amor purificador de Cristo.
Dios no sólo ha hablado; además, nos ha amado de una forma muy realista, nos ha
amado hasta la muerte de su propio Hijo. Esto precisamente nos muestra toda la
grandeza de la revelación, que en cierto modo ha infligido las heridas al
corazón de Dios mismo. Así pues, cada uno de nosotros puede decir
personalmente, con san Pablo: "Yo
vivo en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó a sí mismo por mí"
(Ga 2, 20).
Pidamos
al Señor que la verdad de estas palabras penetre profundamente, con su alegría
y con su responsabilidad, en nuestro corazón. Pidámosle que, irradiándose desde
la celebración eucarística, sea cada vez más la fuerza que transforme nuestra
vida.
Fuente:
vatican.va
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