martes, 30 de mayo de 2017


LECTURAS DE LA EUCARISTÍA
MARTES 30 DE MAYO DE 2017   
SEPTIMA SEMANA DE PASCUA

Hech 20, 17-27; Sal 67; Jn 17, 1-11



ANTÍFONA DE ENTRADA Ap 1, 17-18

Yo soy el primero y el último, yo soy el que vive; estuve muerto, pero ahora estoy vivo para siempre. Aleluya.

ORACIÓN COLECTA

Te pedimos, Dios omnipotente y misericordioso, que venga a nosotros el Espíritu Santo, que se digne habitar en nuestros corazones y nos perfeccione como templos de su gloria. Por nuestro Señor Jesucristo...

LITURGIA DE LA PALABRA

PRIMERA LECTURA

Quiero llegar al fin de mi carrera y cumplir el encargo que recibí del Señor Jesús.

Del libro de los Hechos de los Apóstoles: 20, 17-27

En aquellos días, hallándose Pablo en Mileto, mandó llamar a los presbíteros de la comunidad cristiana de Éfeso. Cuando se presentaron, les dijo:
"Bien saben cómo me he comportado entre ustedes, desde el primer día en que puse el pie en Asia: he servido al Señor con toda humildad, en medio de penas y tribulaciones, que han venido sobre mí por las asechanzas de los judíos. También saben que no he escatimado nada que fuera útil para anunciarles el Evangelio, para enseñarles públicamente y en las casas, y para exhortar con todo empeño a judíos y griegos a que se arrepientan delante de Dios y crean en nuestro Señor Jesucristo.
Ahora me dirijo a Jerusalén, encadenado en el espíritu, sin saber qué sucederá allá. Sólo sé que el Espíritu Santo en cada ciudad me anuncia que me aguardan cárceles y tribulaciones. Pero la vida, para mí, no vale nada. Lo que me importa es llegar al fin de mi carrera y cumplir el encargo que recibí del Señor Jesús: anunciar el Evangelio de la gracia de Dios.
Por lo pronto sé que ninguno de ustedes, a quienes he predicado el Reino de Dios, volverá a verme. Por eso declaro hoy que no soy responsable de la suerte de nadie, porque no les he ocultado nada y les he revelado en su totalidad el plan de Dios". Palabra de Dios. Te alabamos, Señor.

SALMO RESPONSORIAL
Del salmo 67, 10-11.20-21

R/. Reyes de la tierra, canten al Señor. Aleluya.

A tu pueblo extenuado diste fuerzas, nos colmaste, Señor, de tus favores y habitó tu rebaño en esta tierra, que tu amor preparó para los pobres. R/.
Bendito sea el Señor, día tras día, que nos lleve en sus alas y nos salve. Nuestro Dios es un Dios de salvación porque puede librarnos de la muerte. R/.



ACLAMACIÓN ANTES DEL EVANGELIO Cfr. Jn 14, 16
R/. Aleluya, aleluya.

Yo le pediré al Padre y Él les dará otro Consolador, que se quedará para siempre con ustedes, dice el Señor. R/.

EVANGELIO

Padre, glorifica a tu Hijo.

Del santo Evangelio según san Juan: 17, 1-11

En aquel tiempo, Jesús levantó los ojos al cielo y dijo: "Padre, ha llegado la hora. Glorifica a tu Hijo, para que tu Hijo también te glorifique, y por el poder que le diste sobre toda la humanidad, dé la vida eterna a cuantos le has confiado. La vida eterna consiste en que te conozcan a ti, único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien tú has enviado.
Yo te he glorificado sobre la tierra, llevando a cabo la obra que me encomendaste. Ahora, Padre, glorifícame en ti con la gloria que tenía, antes de que el mundo existiera. He manifestado tu nombre a los hombres que tú tomaste del mundo y me diste. Eran tuyos y tú me los diste. Ellos han cumplido tu palabra y ahora conocen que todo lo que me has dado viene de ti, porque yo les he comunicado las palabras que tú me diste; ellos las han recibido y ahora reconocen que yo salí de ti y creen que tú me has enviado. Te pido por ellos; no te pido por el mundo, sino por éstos, que tú me diste, porque son tuyos. Todo lo mío es tuyo y todo lo tuyo es mío. Yo he sido glorificado en ellos. Ya no estaré más en el mundo, pues voy a ti; pero ellos se quedan en el mundo".
Palabra del Señor. Gloria a ti, Señor Jesús.

ORACIÓN SOBRE LAS OFRENDAS

Recibe, Señor, las súplicas de tus fieles junto con estas ofrendas que te presentamos, para que, lo que celebramos con devoción, nos lleve a alcanzar la gloria del cielo. Por Jesucristo, nuestro Señor.

Prefacio de Pascua, pp. 499-503 (500-504) o de la Ascensión, pp. 504-505 (505-506).

ANTÍFONA DE LA COMUNIÓN Mt 20, 28

El Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi nombre, dice el Señor, los instruirá en todo y les recordará lo que yo les he dicho. Aleluya.

ORACIÓN DESPUÉS DE LA COMUNIÓN

Al recibir, Señor, el don de estos sagrados misterios, te suplicamos humildemente que lo que tu Hijo nos mandó celebrar en memoria suya, nos aproveche para crecer en nuestra caridad fraterna. Por Jesucristo, nuestro Señor.

REFLEXIÓN
Hech. 20, 17-27. Proclamar el Nombre del Señor, su Evangelio, sin escatimar esfuerzo, sin perder oportunidad alguna, insistiendo a tiempo y destiempo, corrigiendo, reprendiendo y exhortando; haciéndolo sin perder la paciencia y conforme a la enseñanza, sin acomodos nacidos de conveniencias personales sino con la fidelidad total al Señor; esa es la responsabilidad que tiene aquel a quien el Señor le ha confiado el Mensaje de Salvación sin escatimar nada que sea útil para anunciar a los demás el Evangelio.
No podemos quedarnos en los templos contentos porque tal vez se llenan más allá de lo esperado. Hay muchísimos más que, finalmente, se han quedado fuera. Hay que salir a proclamar el Nombre del Señor por las calles y por las casas. Hay muchos que nos han rebasado en este esfuerzo, mientras nosotros nos conformamos con los que vienen al lugar de culto y nos espantamos porque muchos cambian su forma de creer, pero nos quedamos igual de inútiles en nuestro esfuerzo por no sólo conservarlos, sino fortalecerles su fe.
Ojalá nosotros, como Iglesia, no le demos tanta importancia a no perder nuestras comodidades, a conservar nuestra vida, a no ponerla en riesgo por el Señor y su Mensaje de Salvación, pues lo más importante para nosotros ha de ser el cumplimiento del encargo que Él nos hizo: Anunciar su Evangelio, sin ocultar nada de Él y revelando en su totalidad el plan de Dios.
¿Tenemos esa valentía? ¿A qué se reduce, o, por el contrario, hasta dónde nos lleva nuestra fe en Jesús y nuestro compromiso con su Evangelio?
 
Sal. 68 (67). A través del desierto el Señor no abandonó a su Pueblo. Como un buen pastor lo condujo sin sobresaltos, dándole la victoria sobre sus enemigos.
Dios cumplió su promesa introduciendo a su Pueblo en la posesión de la tierra que mana leche y miel, conforme a las promesas hechas a nuestros antiguos padres.
Por eso, aun en los más grandes peligros, si no perdemos nuestra fe y nuestra confianza en el Señor, Él velará por nosotros y nos llevará como en alas de águila. Dios es Salvación para su pueblo, e incluso puede librarnos de la muerte.
En Cristo, además de encontrar la salvación que Dios nos ofrece, encontramos el ejemplo que fortalece nuestra vida, pues, en Jesús, Dios nos ha hecho conocer la salvación y la gloria que espera a quienes creen en Él, que es camino verdad y vida, y le viven fieles.
 
Jn. 17, 1-11. La glorificación de Jesús se inicia con su encarnación por su fidelidad a la voluntad de su Padre Dios. Jesús glorificará a su Padre en el gesto más grande de su obediencia amorosa a Él muriendo por nosotros clavado en la cruz; esto es una decisión personal de Jesús; nadie le quita la vida, Él la entrega porque quiere. El Padre Dios responderá a ese gesto de amor obediente glorificando a Jesús al resucitarlo de entre los muertos y sentarlo a su diestra, convirtiéndolo, así, en fuente de vida para todos los que creamos en Él y, unidos a Él como las ramas al tronco, seamos hechos partícipes de la misma vida que Él recibe del Padre Dios.
Sin embargo no hay otro camino, sino el mismo de Cristo, tras cuyas huellas hemos de caminar cargando obediente y amorosamente nuestra cruz de cada día.
No por estar unidos a Jesús seremos sacados del mundo, sino que, permaneciendo en él, hemos de ser un signo vivo del Señor con todos los riesgos, hasta el de ser odiados, perseguidos, asesinados por causa del Evangelio. Pero, ¡Ánimo, nos dice el Señor, no tengan miedo, yo he vencido al mundo!, pues donde yo estoy, quiero que también estén ustedes.
Nosotros, enviados por Jesús, compartimos con Él la misma misión que Él recibió del Padre. ¿Hasta dónde llega nuestro amor obediente al Padre? ¿Confiamos en el Señor y en ser glorificados junto con Él, sin importarnos el que tengamos antes que pasar por muchas tribulaciones?
En esta Eucaristía celebramos el amor de Jesús al Padre y su amor por nosotros. No podemos celebrar algo que no hemos conquistado.
Si sólo hemos venido por costumbre; si no hemos iniciado nuestro camino hacia la cumbre de nuestro propio calvario, para desde ahí ser glorificados junto con Jesús; si no amamos a nuestro prójimo como nosotros hemos sido amados; si no nos convertimos en una palabra de amor que se pronuncie no sólo con los labios sino con la vida misma; si no somos alimento que fortalezca a nuestro prójimo, ¿qué sentido tiene creer en Jesús y darle culto?
Permanecemos en el mundo, somos del mundo sin pertenecerle. Somos testigos de un mundo nuevo. En medio de las realidades que vivimos cada día nuestra proclamación del Evangelio se hace dando voz a los desvalidos y tratados injustamente, socorriendo a los necesitados, perdonando a los que nos ofenden, siendo constructores de la paz, vistiendo a los desnudos, denunciando el pecado y anunciando en su totalidad, y sin acomodos inútiles, el plan de salvación que Dios nos ha manifestado en Cristo Jesús.
El Cristiano debe, por su propia vida, ser un memorial del Señor que sigue amando, salvando, consolando, fortaleciendo, dando su vida y dando vida a sus hermanos.
No tengamos miedo; veamos en el horizonte la Gloria que nos espera junto a Jesús y vayamos hacia ella derramando, incluso nuestra sangre, si es necesario. Que esto no brote de una imprudencia, sino del amor que ha llegado a su madurez y que cumple aquella invitación del Señor: nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos.
Roguémosle a nuestro Dios y Padre que nos conceda, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, la gracia de no ser cobardes en la proclamación del Evangelio, sino que lo hagamos con la valentía que nos da el Espíritu Santo que habita en nosotros; y que lo hagamos no sólo con las palabras, sino con la vida misma; no sólo en los templos sino en todos los ambientes donde se desarrolle nuestra vida, convirtiéndonos así, verdaderamente, en fermento de santidad en el mundo. Amén.
 
Homilia  catolica



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