LECTURAS DE LA
EUCARISTÍA
Sábado, 7 de
diciembre de 2013
Semana I° de Adviento
San Ambrosio, Obispo
y Doctor
LECTURA DEL LIBRO DEL
PROFETA ISAÍAS 30,19-21.23-26
Esto
dice el Señor, Dios de Israel: “Pueblo de Sión, que habitas en Jerusalén, ya no
volverás a llorar. El Señor misericordioso, al oír tus gemidos, se apiadará de
ti y te responderá, apenas te oiga. Aunque te dé el pan de las adversidades y
el agua de la congoja, ya no se esconderá el que te instruye; tus ojos lo
verán. Con tus oídos oirás detrás de ti una voz que te dirá: ‘Éste es el
camino. Síguelo sin desviarte, ni a la derecha, ni a la izquierda’.
El
Señor mandará su lluvia para la semilla que siembres y el pan que producirá la
tierra será abundante y sustancioso. Aquel día, tus ganados pastarán en
dilatadas praderas. Los bueyes y los burros que trabajan el campo, comerán
forraje sabroso, aventado con pala y bieldo.
En
todo monte elevado y toda colina alta, habrá arroyos y corrientes de agua el
día de la gran matanza, cuando se derrumben las torres. El día en que el Señor
vende las heridas de su pueblo y le sane las llagas de sus golpes, la luz de la
luna será como la luz del sol; será siete veces mayor, como si fueran siete
días en uno”.
Palabra
de Dios.
Te
alabamos, Señor.
SALMO RESPONSORIAL 146,
1-6
R
Alabemos al Señor, nuestro Dios.
Alabemos
al Señor, nuestro Dios,
porque
es hermoso y justo el alabarlo.
El
Señor ha reconstruido a Jerusalén y
a
los dispersos de Israel los ha reunido /R
El
Señor sana los corazones quebrantados y
venda
las heridas,
tiende
su mano a los humildes y
humilla
hasta el polvo a los malvados /R
Él
puede contar el número de estrellas y
llama
a cada una por su nombre.
Grande
es nuestro Dios,
todo
lo puede; su sabiduría no tiene límites /R
EVANGELIO
LECTURA DEL SANTO
EVANGELIO SEGÚN SAN MATEO 9,35–10,1.6-8
En
aquel tiempo, Jesús recorría todas las ciudades y los pueblos, enseñando en las
sinagogas, predicando el Evangelio del Reino y curando toda enfermedad y
dolencia. Al ver a las multitudes, se compadecía de ellas, porque estaban
extenuadas y desamparadas, como ovejas sin pastor. Entonces dijo a sus discípulos:
“La cosecha es mucha y los trabajadores, pocos. Rueguen, por tanto, al dueño de
la mies que envíe trabajadores a sus campos”.
Después,
llamando a sus doce discípulos, les dio poder para expulsar a los espíritus
impuros y curar toda clase de enfermedades y dolencias. Les dijo: “Vayan en
busca de las ovejas perdidas de la casa de Israel. Vayan y proclamen por el
camino que ya se acerca el Reino de los cielos. Curen a los leprosos y demás
enfermos; resuciten a los muertos y echen fuera a los demonios. Gratuitamente
han recibido este poder; ejérzanlo, pues, gratuitamente”.
Palabra
del Señor.
Gloria
a ti, Señor Jesús.
REFLEXIÓN
Is. 30, 19-21. 23-26. El Señor siempre se
apiadará de nosotros, y está siempre dispuesto a perdonarnos.
¿Quién
no ha pasado por momentos de angustia y tragos amargos en su vida? Muchas veces
pareciera que Dios nos ha ocultado su rostro. Sin embargo, mientras continuemos
confiando en Él y acudamos a Él con una oración sincera, el Señor
misericordioso se apiadará de nosotros y nos responderá apenas nos oiga. Él
siempre velará por nosotros como lo hace un padre amoroso con sus hijos.
Dios
no quiere la muerte de sus hijos. Él nos ha enviado a su propio Hijo para que,
hecho uno de nosotros, vende nuestras heridas y sane las llagas de nuestros
golpes. Él nos da el alimento necesario para subsistir en este mundo, y nos
concede en abundancia su perdón y su Espíritu Santo para que no sólo nos
llamemos hijos de Dios, sino para que en verdad lo tengamos como Padre nuestro.
Quienes
nos hemos dejado amar por Él tenemos como vocación convertirnos para nuestros
hermanos en un signo del amor misericordioso de Dios manifestado en su Hijo
Jesús.
Sal. 147 (146) Nuestro Dios, que
todo lo sabe y todo lo penetra, ha salido por medio de su Hijo, como el buen
Pastor, a buscar y a salvar todo lo que se había perdido.
Él
ha venido a sanar los corazones quebrantados y a vendar nuestras heridas, a
socorrer a los pobres y a levantar a los humildes. Por eso hagamos de toda
nuestra vida una continua alabanza a su Santo Nombre.
Dios
quiere que todos nos salvemos por medio de su Hijo. A nadie creó para la
condenación. Por eso nosotros mismos no hemos de cerrar nuestra vida a su amor;
más bien hemos dejarnos encontrar y salvar por Él de tal forma que no sólo
lleguemos participar de su Reino aquí en la tierra, sino que encaminemos
nuestros pasos a la posesión de los bienes definitivos, que Dios nos ha
concedido por medio de su propio Hijo Jesús.
Mt. 9, 35-10,1. 6-8. ¿Nos imaginamos un
rebaño que se ha quedado sin su pastor? Estaría a merced de toda clase de
peligros: salteadores, fieras salvajes, etc. Y Jesús nos dice que se compadeció
de las multitudes porque estaban extenuadas y desamparadas, como ovejas sin
pastor.
Jesús
ha venido a ponerse, como Buen Pastor, al frente de su Pueblo. Él vino a sanar
las heridas que el pecado había dejado en nosotros. Él vino a saciar nuestra
hambre de amor, de paz y de felicidad. Él se ha hecho Dios-con-nosotros,
cercano a nosotros y lleno de misericordia por cada uno de nosotros.
Y
Él ha enviado a sus apóstoles, con el mismo poder que Él recibió del Padre,
para que continúen esa obra de ser buenos pastores, signos creíbles de Cristo,
a través de la historia.
Por
eso la Iglesia, a la par que proclamar el Evangelio, debe preocuparse por sanar
las heridas que el pecado ha dejado en muchos corazones.
Si
en lugar de sanar aumenta el dolor de quienes le han sido confiados, no podrá
ser, con toda lealtad, un signo del Hijo de Dios que, encarnado, ha venido a
remediar todos nuestros males.
Hay
mucho trabajo por realizar en el mundo; hay muchas esperanzas que han de ser
colmadas. No permitamos que por nuestras flojeras esa cosecha se pudra o sea
pasto de ladrones que quieren aprovecharse de los demás para sus propios
intereses.
El
Señor se ha convertido para nosotros en el Camino que hemos de seguir, sin
desviarnos, ni a la derecha, ni a la izquierda. Y ese Camino es Amar sin
fronteras, sin miedos; amar hasta ser capaces de dar nuestra vida por aquellos
que amamos, con tal de que lleguen a su plenitud en Cristo.
La
Eucaristía nos hace celebrar ese misterio de amor que Dios nos ha tenido hasta
el extremo, pues, a pesar de que éramos pecadores, Él salió a nuestro encuentro
para morir por nosotros para que tuviésemos nueva vida.
Los
que celebramos la Eucaristía no tenemos otro camino para llamarnos personas de
fe en Cristo y para llegar a poseer la herencia que se nos ha prometido.
Por
eso, los que por la fe y el bautismo vivimos unidos a Cristo debemos, como Él,
sanar los corazones quebrantados y vendar las heridas, tender la mano a los
humildes y reunir a todos en un sólo pueblo a todos aquellos a quienes el
pecado ha dispersado y que en adelante han de tener como única ley el mandato
del amor.
Hemos
de ser, así, por la Fuerza del Espíritu Santo en nosotros, un signo creíble de
Jesucristo, Buen Pastor, que a través de su Iglesia sigue, no sólo
compadeciéndose de las multitudes que viven como ovejas sin Pastor, sino que
continúa, por medio nuestro, expulsando de la comunidad la fuerza del mal que
nos impide amarnos como hermanos.
Hemos
de preocuparnos por los enfermos para asistirlos y procurar, por todos los
medios posibles y moralmente buenos, su salud; hemos de procurar remediar las
dolencias que han abierto heridas en lo más profundo de muchos corazones a
causa de los desprecios, de las marginaciones, de las persecuciones injustas,
de la pobreza causada por la injusticia social, de las voces enmudecidas por
mentes depravadas que impiden a los inocentes clamar justicia.
Si
realmente somos personas de fe en Cristo no podemos convertirnos en
destructores de la paz, ni en egoístas que pisoteen los derechos de los demás
para lograr intereses oscuros.
Cristo
espera de nosotros que, brillando con la Luz de su amor infundido en nosotros,
logremos, ya desde esta vida, que el reino del mal desaparezca y que comience,
ya desde ahora, a hacerse realidad el Reino de Dios entre nosotros.
Que
Dios nos conceda, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre,
la gracia de prepararnos para la venida del Señor no sólo escuchando su
Palabra, sino poniéndola en práctica, para que el Señor encuentre una digna
morada en nosotros. Amén.
Reflexión
de Homilía católica.
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