Jueves, 7 de Abril de 2011
Arrepiéntete del mal que quieres infligir a tu pueblo
Lectura del libro del Éxodo 32, 7-14
El Señor dijo a Moisés: «Baja en seguida, porque tu pueblo, ése que hiciste salir de Egipto, se ha pervertido. Ellos se han apartado rápidamente del camino que Yo les había señalado, y se han fabricado un ternero de metal fundido.
Después se postraron delante de él, le ofrecieron sacrificios y exclamaron: "Éste es tu Dios, Israel, el que te hizo salir de Egipto"».
Luego le siguió diciendo: «Ya veo que éste es un pueblo obstinado. Por eso, déjame obrar: mi ira arderá contra ellos y los exterminaré. De ti, en cambio, suscitaré una gran nación».
Pero Moisés trató de aplacar al Señor con estas palabras: «¿Por qué, Señor, arderá tu ira contra tu pueblo, ese pueblo que Tú mismo hiciste salir de Egipto con gran firmeza y mano poderosa? ¿Por qué tendrán que decir los egipcios: "Él los sacó con la perversa intención de hacerlos morir en las montañas y exterminarlos de la superficie de la tierra"? Deja de lado tu indignación y arrepiéntete del mal que quieres infligir a tu pueblo.
Acuérdate de Abraham, de Isaac y de Jacob, tus servidores, a quienes juraste por ti mismo diciendo: "Yo multiplicaré su descendencia como las estrellas del cielo, y les daré toda esta tierra de la que hablé, para que la tengan siempre como herencia"».
Y el Señor se arrepintió del mal con que había amenazado a su pueblo.
Palabra de Dios.
SALMO RESPONSORIAL 105, 19-23
R. ¡Acuérdate de tus promesas, Señor!
En Horeb se fabricaron un ternero,
adoraron una estatua de metal fundido:
así cambiaron su Gloria
por la imagen de un toro que come pasto. R.
Olvidaron a Dios, que los había salvado
y había hecho prodigios en Egipto,
maravillas en la tierra de Cam
y portentos junto al Mar Rojo. R.
El Señor amenazó con destruirlos,
pero Moisés, su elegido,
se mantuvo firme en la brecha
para aplacar su enojo destructor. R.
EVANGELIO
El que los acusará será Moisés,
en el que ustedes han puesto su esperanza
Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Juan 5, 31-47
Jesús dijo a los judíos:
Si Yo diera testimonio de mí mismo,
mi testimonio no valdría.
Pero hay otro que da testimonio de mí,
y Yo sé que ese testimonio es verdadero.
Ustedes mismos mandaron preguntar a Juan,
y él ha dado testimonio de la verdad.
No es que Yo dependa del testimonio de un hombre;
si digo esto es para la salvación de ustedes.
Juan era la lámpara que arde y resplandece,
y ustedes han querido gozar un instante de su luz.
Pero el testimonio que Yo tengo
es mayor que el de Juan:
son las obras que el Padre me encargó llevar a cabo.
Estas obras que Yo realizo
atestiguan que mi Padre me ha enviado.
Y el Padre que me envió ha dado testimonio de mí.
Ustedes nunca han escuchado su voz
ni han visto su rostro,
y su palabra no permanece en ustedes,
porque no creen
al que Él envió.
Ustedes examinan las Escrituras,
porque en ellas piensan encontrar Vida eterna:
ellas dan testimonio de mí,
y sin embargo, ustedes no quieren venir a mí
para tener Vida.
Mi gloria no viene de los hombres.
Además, Yo los conozco:
el amor de Dios no está en ustedes.
He venido en nombre de mi Padre
y ustedes no me reciben,
pero si otro viene en su propio nombre,
a ése sí lo van a recibir.
¿Cómo es posible que crean,
ustedes que se glorifican unos a otros
y no se preocupan
por la gloria que viene del único Dios?
No piensen que soy Yo el que los acusaré ante el Padre;
el que los acusará será Moisés,
en el que ustedes han puesto su esperanza.
Si creyeran en Moisés,
también creerían en mí,
porque él ha escrito acerca de mí.
Pero si no creen lo que él ha escrito,
¿cómo creerán lo que Yo les digo?
Palabra del Señor.
Reflexión
Ex. 32, 7, 14. En este relato, en el que se le atribuyen a Dios actitudes humanas, contemplamos al Señor enojado por el pecado de idolatría del pueblo que camina hacia la tierra prometida; y decide acabar con Él. Pide permiso a Moisés para hacerlo, indicándole que hará de él un nuevo Abraham, pues de él hará un gran pueblo. Moisés percibe una pequeña esperanza de salvación para el pueblo; él no quiere que Dios cumpla con la promesa de hacerlo un gran pueblo a costa de la muerte de toda esa comunidad. Por eso intercede por ellos pidiendo perdón y dando razones, no tanto a favor del pueblo, sino a favor de Dios: Que su Nombre no sea denigrado ante los egipcios y ante las demás naciones; que manifieste su fidelidad, no a Moisés, sino a Abraham, Isaac y Jacob. Y Dios renunció al castigo con que había amenazado a su pueblo.
También en nuestro tiempo muchos han traicionado la alianza sellada con el Señor el día del Bautismo, donde fuimos hechos hijos de Dios y, Dios, Padre nuestro. Le han dado su corazón al becerro de oro, del placer o del poder y le han rendido culto, dedicándole todos sus esfuerzos. No han puesto a Dios en el lugar que sólo a Él le corresponde, y han luchado para que los demás les den culto y el lugar que reclaman en su vida. Convertidos en dioses implacables luchan para que los demás los reconozcan como los únicos que en todo tienen la razón, los únicos capaces de darles la salvación. Y, puesto que no lo han hecho, la ira se ha encendido en contra de ellos y los destruyen, los marginan y, en un montón de cadáveres o de persecuciones y difamaciones, se levantan para que nadie ose desconocerles su poder, su dignidad, pues, desequilibradamente, piensan haber alcanzado al mismo Dios.
El Señor nos da ejemplo del perdón y de la vocación que nos ha hecho para ayudar a rectificar nuestros caminos y fortalecer a quienes, en su camino hacia la Patria eterna, se han olvidado de su fe en el único Dios, y han desviado su corazón para darle culto a lo pasajero o a sí mismos.
Sal. 106 (105) Hacemos un memorial de la bondad del Señor. En él recordamos que, a pesar del gran amor de Dios hacia su pueblo, este no supo responderle; más bien vivió en una continua rebeldía. Baste ver el acontecimiento del becerro de oro con el que quisieron suplantar a Dios. El Señor, por eso, quería aniquilarlos. Pero Moisés, siervo de Dios, se interpuso para que el Señor no los destruyera.
Notamos el gran amor de Dios, amor que se convierte en misericordia, no haciéndolo débil, sino haciéndolo como el guerrero que lucha para que, aquello que le pertenece, no le sea arrebatado por los falsos dioses, finalmente, por la serpiente antigua o Satanás, pecador y orgulloso desde el principio.
Nosotros ¿Hasta dónde somos capaces, como Moisés, de interceder por quienes han faltado, tal vez gravemente en contra de Dios, de sí mismos, o de los demás? Nuestra vocación mira a hacer el bien; pues el Señor nos envió, no a destruir, sino a llamar a todos a la conversión.
Jn. 5, 31-47. Juan Bautista testifica que él no es el Mesías; que detrás de él viene uno a quien Juan no merece, ni siquiera, desatarle la correa de sus sandalia.
El Padre Dios da un testimonio mejor que el de Juan a favor de Jesús: las obras que Jesús realiza indican que el Padre le ha dado ese poder y está de su parte. La Escritura, en la que se quiere encontrar la vida, conduce hacia Cristo, el único capaz de dar vida eterna. A pesar de todos estos testimonios, quien tienen duro el corazón como piedra, no será capaz de recibir la buena noticia del amor de Dios para dejarla dar fruto.
La falta de un amor verdadero a Cristo impide depositar en Él nuestra fe. Es entonces cuando volvemos la mirada hacia los falsos dioses; e incluso nosotros mismos nos sentamos en un trono de gloria para reclamar el ser glorificados por los demás.
Creer en Cristo Jesús es aceptar que el Padre Dios ha cumplido su promesa de salvación; más aún, que reconocemos que en Cristo encontramos el único Camino que nos conduce hacia Él. Jesús es el Enviado del Padre. Si dejamos de creer en Él, perdemos la luz que ilumina nuestros pasos y nos conduce por el camino de la salvación.
La Eucaristía no sólo nos hace encontrarnos con Dios. En ella reconocemos al Señor como el único que nos salva y nos conduce a la perfección en Dios.
No sólo oramos con los labios y llamamos a Dios Señor. Antes que nada reconocemos que en Cristo se nos ofrece la vida que procede de Dios. Entrar en comunión con el Señor significa que aceptamos la oferta de Dios: su Vida y su Espíritu en nosotros.
Aceptar en la fe a Jesús como el enviado del Padre nos hace tenerlo como centro de nuestra vida y punto de referencia para toda nuestra vida: Pensamientos, palabras, actitudes y obras.
También nosotros estamos llamados a ser un vivo testimonio del Señor en medio de nuestros hermanos.
No podemos postrarnos ante falsos dioses; no podemos llamar dios nuestro a las obras de nuestras manos. Más aún, no podemos nosotros convertirnos en un falso dios para los demás.
Nuestra vida, llena del Espíritu del Señor, ha de manifestarlo a Él y buscar sólo su gloria. Quienes contemplen nuestras buenas obras no se inclinarán ante nosotros sino ante el Padre de los cielos, para glorificar su Nombre.
No podemos negar las egolatrías de muchos que sólo se buscan a sí mismos. Tampoco podemos cerrar nuestros ojos ante la confianza que muchas veces nosotros mismos hemos depositado en lo pasajero. En razón de este desorden hemos generado muchas injusticias, persecuciones y muertes. Por eso el Señor, a quien escuchamos con fe en su Palabra y a quien recibimos en la Eucaristía, ha de ser nuestro único Dios, nuestro único Camino que nos conduzca al Padre y a la comunión con Él. Sólo a partir de entonces el Señor no únicamente será nuestro Dios, sino que además será quien haga de nosotros criaturas nuevas, que vivan en el amor que procede de Él y que nos hace ser la lámpara que arde y brilla para que los demás recuperen la paz y la alegría.
Roguémosle a nuestro Dios y Padre que nos conceda, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, la gracia de tenerlo como nuestro único Dios; saber escuchar su palabra y, con nuestras buenas obras, dar testimonio de que en verdad el Señor habita, como único Dios en nuestro corazón y da testimonio, por nuestras buenas obras, de que Él continúa haciendo el bien a todos los que lo aman. Amén.
Reflexión de Homiliacatolica . com
Fuente: celebrando la vida . com
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