Lunes, 11 de Abril de 2011
Yo voy a morir sin haber hecho nada
Lectura de la profecía de Daniel 13, 1-9. 15-17. 19-30. 33-62
Había en Babilonia un hombre llamado Joaquín. Él se había casado con una mujer llamada Susana, hija de Jilquías, que era muy hermosa y temía a Dios, porque sus padres eran justos y habían instruido a su hija según la Ley de Moisés. Joaquín era muy rico y tenía un jardín contiguo a su casa. Muchos judíos iban a visitarlo, porque era el más estimado de todos.
Aquel año, se había elegido como jueces a dos ancianos del pueblo. A ellos se refiere la palabra del Señor: «La iniquidad salió en Babilonia de los ancianos y de los jueces que se tenían por guías del pueblo». Esos ancianos frecuentaban la casa de Joaquín y todos los que tenían algún pleito acudían a ellos.
Hacia el mediodía, cuando todos ya se habían retirado, Susana iba a pasearse por el jardín de su esposo. Los dos ancianos, que la veían todos los días entrar para dar un paseo, comenzaron a desearla. Ellos perdieron la cabeza y apartaron sus ojos para no mirar al Cielo y no acordarse de sus justos juicios.
Una vez, mientras ellos aguardaban una ocasión favorable, Susana entró como en los días anteriores, acompañada solamente; por dos jóvenes servidoras, y como hacía calor, quiso bañarse en el jardín. Allí no había nadie, fuera de los dos ancianos, escondidos y al acecho.
Ella dijo a las servidoras: «Tráiganme la crema y los perfumes, y cierren la puerta del jardín para que pueda bañarme». En cuanto las servidoras salieron, ellos se levantaron y arrojándose sobre ella le dijeron: «La puerta del jardín está cerrada y nadie nos ve. Nosotros ardemos de pasión por ti; consiente y acuéstate con nosotros. Si te niegas, daremos testimonio contra ti, diciendo que un joven estaba contigo y que por eso habías hecho salir a tus servidoras».
Susana gimió profundamente y dijo: «No tengo salida: si consiento me espera la muerte, si me resisto no escaparé de las manos de ustedes. Pero prefiero caer en las manos del Señor sin haber hecho nada, que pecar delante de Él».
Susana gritó con todas sus fuerzas; los dos ancianos también se pusieron a gritar contra ella, y uno de ellos corrió a abrir la puerta del jardín. Al oír esos gritos en el jardín, la gente de la casa se precipitó por la puerta lateral para ver lo que ocurría, y cuando los ancianos contaron su historia, los servidores quedaron desconcertados, porque jamás se había dicho nada semejante de Susana.
Al día siguiente, cuando el pueblo se reunió en casa de Joaquín, su marido, también llegaron los ancianos con la intención criminal de hacer morir a Susana. Ellos dijeron en presencia del pueblo: «Manden a buscar a Susana, hija de Jilquías, la mujer de Joaquín».
Fueron a buscarla, y ella se presentó acompañada de sus padres, sus hijos y todos sus parientes. Todos sus familiares lloraban, lo mismo que todos los que la veían.
Los dos ancianos se levantaron en medio de la asamblea y le pusieron las manos sobre la cabeza.
Ella, bañada en lágrimas, levantó sus ojos al cielo, porque su corazón estaba lleno de confianza en el Señor. Los ancianos dijeron: «Mientras nos paseábamos solos por el jardín, esta mujer entró allí con dos servidoras; cerró la puerta y después hizo salir a las servidoras. Entonces llegó un joven que estaba escondido y se acostó con ella. Nosotros, que estábamos en un rincón del jardín, al ver la infamia, nos precipitamos hacia ellos.
Los vimos abrazados, pero no pudimos atrapar al joven, porque él era más fuerte que nosotros, y abriendo la puerta, se escapó. En cuanto a ella, la apresamos y le preguntamos quién era ese joven, pero ella no quiso decirlo. De todo esto somos testigos».
La asamblea les creyó porque eran ancianos y jueces del pueblo, y Susana fue condenada a muerte.
Pero ella clamó en alta voz: «Dios eterno, Tú que conoces los secretos, Tú que conoces todas las cosas antes que sucedan, Tú sabes que ellos han levantado contra mí un falso testimonio. Yo voy a morir sin haber hecho nada de todo lo que su malicia ha tramado contra mí».
El Señor escuchó su voz: cuando la llevaban a la muerte, suscitó el santo espíritu de un joven llamado Daniel, que se puso a gritar: «¡Yo soy inocente de la sangre de esta mujer!»
Todos se volvieron hacia él y le preguntaron: «¿Qué has querido decir con esto?»
De pie, en medio de la asamblea, él respondió: «¿Son ustedes tan necios, israelitas? ¡Sin averiguar y sin tener evidencia ustedes han condenado a una hija de Israel! Vuelvan al lugar del juicio, porque estos hombres han levantado un falso testimonio contra ella».
Todo el pueblo se apresuró a volver, y los ancianos dijeron a Daniel: «Ven a sentarte en medio de nosotros y dinos qué piensas, ya que Dios te ha dado la madurez de un anciano».
Daniel les dijo: «Sepárenlos bien a uno del otro y yo los interrogaré».
Cuando estuvieron separados, Daniel llamó a uno de ellos y le dijo: «¡Hombre envejecido en el mal! Ahora han llegado al colmo los pecados que cometías anteriormente cuando dictabas sentencias injustas, condenabas a los inocentes y absolvías a los culpables, a pesar de que el Señor ha dicho: "No harás morir al inocente y al justo". Si es verdad que tú la viste, dinos bajo qué árbol los has visto juntos».
Él respondió: «Bajo una acacia».
Daniel le dijo entonces: «Has mentido a costa de tu cabeza: el Ángel de Dios ya ha recibido de Él tu sentencia y viene a partirte por el medio».
Después que lo hizo salir, mandó venir al otro y le dijo: «¡Raza de Canaán y no de Judá, la belleza te ha descarriado, el deseo ha pervertido tu corazón! Así obraban ustedes con las hijas de Israel, y el miedo hacía que ellas se les entregaran. ¡Pero una hija de Judá no ha podido soportar la iniquidad de ustedes! Dime ahora, ¿bajo qué árbol los sorprendiste juntos?».
Él respondió: «Bajo un ciprés».
Daniel le dijo entonces: «Tú también has mentido a costa de tu cabeza: el Ángel de Dios te espera con la espada en la mano, para partirte por el medio. Así acabará con ustedes».
Entonces toda la asamblea clamó en alta voz, bendiciendo a Dios que salva a los que esperan en Él. Luego, todos se levantaron contra los dos ancianos, a los que Daniel por su propia boca había convencido de falso testimonio, y se les aplicó la misma pena que ellos habían querido infligir a su prójimo. Para cumplir la Ley de Moisés, se los condenó a muerte, y ese día se salvó la vida de una inocente.
Palabra de Dios.
SALMO RESPONSORIAL 22, 1-6
R. El Señor es mi pastor, nada me puede faltar.
El Señor es mi pastor, nada me puede faltar.
Él me hace descansar en verdes praderas,
me conduce a las aguas tranquilas
y repara mis fuerzas. R.
Me guía por el recto sendero, por amor de su Nombre.
Aunque cruce por oscuras quebradas,
no temeré ningún mal, porque Tú estás conmigo:
tu vara y tu bastón me infunden confianza. R.
Tú preparas ante mí una mesa,
frente a mis enemigos;
unges con óleo mi cabeza
y mi copa rebosa. R.
Tu bondad y tu gracia me acompañan
a lo largo de mi vida;
y habitaré en la Casa del Señor,
por muy largo tiempo. R.
EVANGELIO
El que no tenga pecado que arroje la primera piedra
Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Juan 8, 1-11
Jesús fue al monte de los Olivos. Al amanecer volvió al Templo, y todo el pueblo acudía a Él. Entonces se sentó y comenzó a enseñarles.
Los escribas y los fariseos le trajeron a una mujer que había sido sorprendida en adulterio y, poniéndola en medio de todos, dijeron a Jesús: «Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio. Moisés, en la Ley, nos ordenó apedrear a esta clase de mujeres. Y Tú, ¿qué dices?».
Decían esto para ponerlo a prueba, a fin de poder acusarlo. Pero Jesús, inclinándose, comenzó a escribir en el suelo con el dedo.
Como insistían, se enderezó y les dijo: «Aquél de ustedes que no tenga pecado, que arroje la primera piedra». E inclinándose nuevamente, siguió escribiendo en el suelo. Al oír estas palabras, todos se retiraron, uno tras otro, comenzando por los más ancianos.
Jesús quedó solo con la mujer, que permanecía allí, e incorporándose, le preguntó:
«Mujer, ¿dónde están tus acusadores? ¿Nadie te ha condenado?»
Ella le respondió:
«Nadie, Señor».
«Yo tampoco te condeno -le dijo Jesús-. Vete, no peques más en adelante».
Palabra del Señor.
Reflexión
Dan. 13, 1-9. 15-17. 19-30. Este relato llamado historia de Susana constituye una historia edificante, en la que se afirma que la confusión, la opresión y la violencia que sufren los hijos de Israel en el destierro, no viene sólo de sus opresores, sino también de los encargados de guiar a la comunidad creyente. Los dirigentes, apoyados en la Sagrada Escritura, quieren empujar al pueblo a aceptar la seducción del helenismo. Por otra parte están también aquellos que, cegados por su pasión nacionalista, ceden a la tentación de la violencia y quieren acarrear a todo el pueblo por ese camino, condenándolo a una muerte segura. No hay que dejarse seducir por aquellos que dan culto a los falsos dioses debajo de los árboles sagrados (acacias y encinas) y, después, como Dios en el Edén, se pasean por el jardín queriendo juzgar y condenar a quienes no les hacen caso. Pero el resto fiel de Israel, comparado con la mujer bella y temerosa de Dios, permanece fiel a su Señor y no se deja corromper ni por la tentación del helenismo con su culto a falsos dioses, ni por la tentación de la violencia. Por eso Dios librará a su pueblo de la mano de sus opresores, y condenará a los culpables por haber sido infieles a la Alianza pactada con el Señor.
En nuestra propia vida también nos encontramos con una serie de tentaciones que quisieran que, aquellos que creemos en Cristo y hemos sido hechos, en Él, hijos de Dios, entreguemos nuestro corazón a una religión que pierda su claridad y su compromiso. Por desgracia muchos, finalmente, han sabido compaginar el amor a Cristo con el dinero, con la injusticia, con la persecución de los inocentes y con la muerte de los justos. No es sencillo permanecer fieles en el amor a Dios y al prójimo, pues esto puede convertirnos en un vivo reproche para quienes han cerrado su mente a la Verdad, y su corazón al amor. Ante la fidelidad, ante la congruencia de nuestra vida con la fe que profesamos podemos ser blanco de críticas, persecuciones y muerte. Jesucristo es para nosotros el ejemplo de lo que espera a quienes viven en una obediencia fiel y amorosa a la voluntad de Dios. Tomar nuestra cruz y seguirlo no puede convertirse en una frase romántica; más bien requiere una decisión firme y amorosa de saber que, bajo todos los riesgos, hemos de caminar tras sus huellas conscientes de que Dios no abandonará a la muerte a quienes le vivan fieles.
Sal. 23 (22). Tenemos la impresión de encontrarnos ante un salmo genuinamente cristiano. Jesucristo, nuestro Buen Pastor, vela por nosotros y nos alimenta incluso con su Cuerpo y con su Sangre. En medio de peligros, que nos acechan en cañadas oscuras, el Señor va con nosotros; por eso nada tememos, pues su vara y su cayado nos dan seguridad. Dios es nuestro amigo y protector. Con Él nos encontramos en el Templo, pero ese encuentro no se limita a este momento; Dios va con nosotros siempre, todos los días hasta el fin de nuestra vida.
Los que creemos en Cristo hemos de sentir la seguridad de alguien que nos ha amado hasta el extremo y, a pesar de que la cruz se nos torne difícil y pesada, sabemos que Dios no dejará de cumplir sus promesas en nosotros; y si, en amor llegáramos incluso a entregar nuestra vida, tenemos la esperanza cierta de que el Señor no nos abandonará al poder de la muerte, pues Él quiere hacernos participar del Banquete eterno, ahí donde habrán terminado las persecuciones, el dolor, el llanto y la muerte.
Jn. 8, 1-11. Tampoco yo te condeno. Vete y ya no vuelvas a pecar. Aun cuando pareciera que esta parte del Evangelio perteneciera a los Evangelios Sinópticos, pues encaja mejor en el Evangelio de san Lucas, sin embargo, de cualquier forma es también Evangelio, Buena noticia, que es lo más importante. Frente a los puritanos, frente a aquellos que emiten juicios severos y valorativos para dividir a la humanidad en buenos y malos, y concretizar quiénes son unos y quiénes son otros; frente a aquellos que condenan a los culpables, Jesús manifiesta que Él no ha venido a condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por Él. Él, como el Buen Pastor, sale en busca de los pecadores para ayudarlos a volver al camino del bien, y a la comunión con Dios y con el prójimo. Es verdad que el Señor no nos condena; más aún, siempre está dispuesto a perdonarnos. Pero esto no puede llevarnos a vivir en una falsa confianza en la bondad Divina. Por eso, el relato termina con un: Vete y ya no vuelvas a pecar. Este es el compromiso de amor de quien camina en la fidelidad, y que toma en serio la conversión, y no sólo como una costumbre que lo llevaría, en esta Cuaresma, a confesar sus pecados cumpliendo sólo con un precepto, para volver después volver al camino de maldad. El Señor nos llama a ser santos como Él, libres de pecado y dando testimonio de nuestra fe pasando, al igual que Cristo, haciendo el bien a todos.
En la Eucaristía celebramos el amor hasta el extremo que Dios nos ha tenido; amor manifestado en que el único Justo, Cristo Jesús, condenado injustamente y muerto clavado en una cruz para salvar a los culpables. Celebramos, también, que el Justo no fue abandonado a la muerte, sino que fue glorificado por su Padre Dios, quien lo resucitó de entre los muertos y lo sentó a su derecha para siempre. En este momento supremo de Cristo nosotros, los únicos culpables, encontramos, no la condenación, sino el perdón para ser justificados y ser santos, como Dios es Santo. Aprovechemos, pues, este momento de amor y de gracia que el Señor nos concede vivir.
Los que creemos en Cristo, los que hemos recibido la gracia de no ser condenados sino perdonados, no podemos pasar la vida enjuiciando y condenando a nuestro prójimo. Sí, hemos de abrir los ojos para contemplar las faltas y miserias de nuestro prójimo; esto es una realidad que no podemos negar, como no podemos negar nuestra propia fragilidad y nuestros propios pecados; pero al reconocer el amor que Dios nos ha tenido también nosotros hemos de vivir el amor a nuestro prójimo, sabiendo que Dios no nos envió a condenar, sino a salvar. Jesús nos dice: Así como yo lo he hecho con ustedes, así háganlo los unos con los otros: Ámense, como yo los he amado a ustedes. Seamos la voz de los desvalidos, de los marginados, de los condenados injustamente, para que, por medio nuestro medio ellos logren verse libres de aquellos que, como fruto de sus injusticias o de sus desequilibrios internos, los han hecho blanco de sus persecuciones y los han condenado a muerte.
Roguémosle al Señor que nos conceda, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, la gracia de saber amar a nuestro prójimo con el mismo amor con que Dios nos ha amado a nosotros. Esto no sólo nos alejará de la tentación de querer condenar y eliminar a quienes pensamos que son malos, sino que nos hará responsables de la salvación de nuestros hermanos, aun cuando no profesen la misma fe que nosotros. Sólo entonces nuestro testimonio será creíble y será posible que haya un sólo rebaño bajo un sólo Pastor: Cristo Jesús, Señor nuestro. Amén.
Reflexión de Homiliacatolica. Com
Fuente: celebrando la vida . com
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