miércoles, 6 de julio de 2016

Palabra de Dios diaria.: LECTURAS DEL JUEVES XIV DEL T. ORDINARIO 7 DE JULI...

Palabra de Dios diaria.: LECTURAS DEL JUEVES XIV DEL T. ORDINARIO 7 DE JULI...: Al entrar, saluden así: 'Que haya paz en esta casa'. RESPUESTAS DE FE S.D.A. SAN FERMÍN OBISPO ANTÍFONA DE EN...



Reflexión 
Os. 11, 1-4. 8-9. Dios está juzgando a Israel, no como a un niño, sino desde el criterio del amor que Dios le ha tenido desde que Israel era niño. Dios como Padre y Madre lo estrechó entre sus brazos y se inclinó hacia él para darle de comer; lo enseñó a caminar y cuidó constantemente de él. Pero Israel fue rebelde desde el principio y merecedor de un gran castigo por no ser fiel a la Alianza en que Dios se comprometió a tenerlo como su Pueblo, e Israel a tener al Señor como a su único Dios. Sin embargo el Señor no es enemigo a la puerta, sino Dios, lleno de amor, de compasión, de misericordia; y sobre todo fiel a su Alianza.
Podremos fallar nosotros, pero Él jamás será infiel, pues no puede desdecirse a sí mismo. Él, conmovido por su compasión hacia nosotros, no ha cedido al ardor de su cólera, sino que llevado por el gran amor que nos tiene, nos envió a su propio Hijo para liberarnos de la esclavitud al pecado y a la muerte.
Habiendo experimentado el gran amor que Dios nos tiene, ¿continuaremos esclavos de los nuevos dioses que nos hemos fabricado? o ¿seremos fieles al Señor, de tal forma que su amor nos vaya transformado y en adelante ya no le seamos rebeldes, sino que toda nuestra vida sea como una ofrenda agradable a sus ojos?
 
Sal. 80 (79). Dios jamás ha dejado de amarnos. Si nosotros, a causa de nuestros pecados, nos alejamos de Él y nos dispersamos en un día de oscuridad y de nubarrones, nosotros mismos somos los causantes de los males que se han cernido sobre nuestra vida.
Pero Dios no nos ha abandonado. Ha salido a buscarnos como el pastor busca a la oveja descarriada. Él es nuestro Pastor, y nosotros somos ovejas de su Rebaño. Ojalá y escuchemos su voz y nos dejemos conducir por Él.
Roguémosle al Señor que vuelva su mirada hacia nosotros, que también somos su viña, pues, unidos a Cristo, la Vida verdadera, nosotros somos los sarmientos, las ramas que han de producir frutos abundantes, y no que sólo desean vivir protegidos por el Señor, pues al amor que Él nos ha tenido hemos de corresponder con abundancia de frutos de bondad, de santidad, de justicia, de amor y de paz.
Que Él nos ayude para que no vivamos en la esterilidad de las obras del pecado, sino en la fecundidad de las obras de la gracia.
 
Mt. 10, 7-15. El anuncio del Evangelio no es para dar al enviado un status social. Tampoco es para que se aproveche de la misión y se enriquezca a costa del Evangelio. Menos aún es para que, creyéndose superior a los demás, se convierta en opresor de ellos, incluso por medio de la violencia, queriendo así crear una comunidad de santos, donde los pecadores serían destruidos.
El Señor nos envía a buscar y a salvar todo lo que se había perdido. Nos pide que no cerremos los ojos ante la maldad que se ha adueñado de muchos corazones, por lo que nuestro primer llamado será en orden a la conversión, pues el Reino de Dios está cerca.
Además Cristo no se contenta con entregar a sus enviados un mensaje para que lo transmitan a los demás, sino que quiere que el estilo de vida de sus enviados sea la reproducción viviente de la Palabra que proclaman. Por eso deben confiarse totalmente en Dios y en su providencia, desprotegidos de cualquier seguridad temporal, sea económica o de poder humano, manifestando así que el Evangelio ha sido eficaz en primer lugar en quienes lo transmiten a los demás.
Proclamemos el Nombre del Señor no sólo con las palabras, sino con nuestras obras y con nuestra vida misma.
Cristo sale a nuestro encuentro por medio de su Iglesia, convertida en su presencia sacramental de salvación en el mundo y su historia.
De un modo especial Él se hace presente entre nosotros mediante la celebración del Memorial de su Misterio Pascual que actualizamos entre nosotros en la Eucaristía.
Su Palabra llega a nosotros con toda su fuerza salvadora, haciéndonos, en primer lugar, un fuerte llamado a la conversión.
A pesar de nuestros pecados Dios nos sigue amando y sigue saliendo a buscarnos hasta encontrarnos, por medio de su Iglesia, para llevarnos de retorno a la comunión de vida con los demás miembros de la Comunidad de fe en Cristo Jesús.
Él nos alimenta con su Cuerpo y con su Sangre, para que, participando de su propia vida, podamos producir frutos buenos y en abundancia.
Por eso nuestra participación en la Eucaristía no sólo es para alabar y adorar al Señor, sino para permitirle que por obra del Espíritu Santo en nosotros, nos transforme en criaturas nuevas, que transparenten ante el mundo la presencia amorosa de Cristo, Salvador de la humanidad entera.
Como Iglesia no sólo anunciamos el Evangelio al mundo entero, sino que nos convertimos en el Evangelio viviente del Padre. Efectivamente el Señor prolonga su encarnación en el mundo por medio nuestro. Nuestra vocación mira a ser un signo viviente del amor del Padre, que quiere salvar a todos.
No fuimos constituidos en Iglesia para convertirnos en ocasión de condenación sino de salvación para los demás. Reconocemos que nuestro camino de perfección aún no ha llegado a la meta, sino que lo recorremos, por obra del Espíritu Santo, día a día, esperanzados en llegar a una plena identificación con el Hijo de Dios para ser, junto con Él, glorificados junto al Padre Dios. Por eso nosotros mismos hemos de ser los primeros en vivir en una continua conversión. Efectivamente no podemos llamar a la conversión a nuestro prójimo mientras nosotros mismos no estemos dispuestos a vivir en un auténtico retorno al Señor. Esa conversión nos ha de llevar a vivir unidos a Dios, en primer lugar; pero también a vivir el amor fraterno, a saber acoger en nuestro corazón a nuestro prójimo y a ser portadores de paz para todos.
Seamos portadores de la salvación y no de la condenación; esforcémonos denodadamente para que el amor de Dios y la salvación que Él nos ofrece se haga realidad entre nosotros, construyendo así, ya desde ahora, el Reino de Dios entre nosotros.
Roguémosle a nuestro Dios y Padre que nos conceda, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, la gracia de saber recibir a Cristo como huésped en nuestro propio corazón, para que, junto con Él, sepamos también dar alojamiento en nuestro corazón, en nuestro amor, en nuestra paz, en nuestra misericordia a nuestro prójimo, amándolo como Cristo nos ha amado a nosotros. Amén.

Homilia catolica

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