miércoles, 20 de julio de 2016

Palabra de Dios diaria.: LECTURAS DEL MIÉRCOLES XVI DEL T. ORDINARIO 20 DE ...

Palabra de Dios diaria.: LECTURAS DEL MIÉRCOLES XVI DEL T. ORDINARIO 20 DE ...: Una vez salió un sembrador a sembrar. RESPUESTAS DE FE S.D.A. SAN ELÍAS PROFETA ANTÍFONA DE ENTRADA 1 Jn 3, 17 Si...

REFLEXIÓN:
Jer. 1, 1. 4-10. Todos fuimos llamados a la vida porque, aún antes de nacer, Dios nos amó, y nos destinó a ser testigos suyos.
El anuncio del Evangelio no se realiza sólo desde la ciencia humana. Antes que nada y por encima de todo está Dios, que es quien pone sus palabras en nuestro corazón y en nuestra boca, para que con su Poder destruyamos el mal y edifiquemos el bien.
Efectivamente el auténtico profeta viene de la unión con Dios; desde esa experiencia habla como testigo de lo que ha experimentado del mismo Dios. El profeta de Dios no se pasa la vida anunciando calamidades, sino anunciando una vida que día a día se ha de renovar en Cristo Jesús.
Por eso el verdadero profeta no sólo ha de arrancar y derribar, destruir y deshacer, sino también edificar y plantar.
Esto no puede llevarnos a pensar que el trabajo realizado por los enviados anteriormente a nosotros haya sido inútil, y que todo empezará desde nuestra llegada. Ni siquiera las culturas, tal vez alejadas de Dios, deben ser despreciadas ni destruidas para edificar en ellas la fe, sino que sólo las hemos de purificar de todo aquello que les impide un encuentro auténtico con el Señor y un compromiso en la edificación de su Reino entre nosotros.
Esta es la vocación a la que ha sido llamada la Iglesia, que se va encarnando en los diversos pueblos y culturas para conducir a todos hacia la plena unión con Cristo Jesús.
 
Sal. 71 (70). Puestos en manos de Dios lancémonos confiados y valientes a anunciar su Evangelio a todas las naciones, pues Dios velará siempre por nosotros.
Teniendo a Dios de nuestra parte no vacilemos, pues el Señor siempre estará dispuesto a ponernos a salvo. Incluso cuando muramos por Él y por su Evangelio, Él, finalmente, nos librará de la muerte y nos llevará sanos y salvos a su Reino celestial.
No confiemos en el Señor pensando equivocadamente que Él velará por nosotros cuando le demos culto y después nos dediquemos a nuestras fechorías.
Dios nos quiere comprometidos en la realización del bien a favor de todos. Esto tal vez nos reporte momentos de desprecio, de angustia, de persecución y de muerte. Aceptando con amor las consecuencias de nuestro testimonio del Evangelio, no nos cansemos de proclamar siempre la justicia que procede de Dios y que Él ofrece a la humanidad entera; no nos cansemos de llevar la misericordia a todos para que encuentren en el Señor el perdón y la salvación.
Sólo así podremos, finalmente, alabar al Señor eternamente, pues ya desde ahora nuestra vida se habrá convertido en una continua alabanza de su santo Nombre.
 
Mt. 13, 1-9. El Señor nos dice por medio del profeta Isaías: Como la lluvia y la nieven caen del cielo, y sólo regresan allí después de empapar la tierra, de fecundarla y hacerla germinar, para que dé semilla al que siembra y pan al que come, así será la Palabra que sale de mi boca: no regresará a mí vacía, sino que cumplirá mi voluntad y llevará a cabo mi encargo.
Por la Palabra fueron creadas todas las cosas. Llegada la plenitud de los Tiempos, Dios nos envió a su Hijo (la Palabra), nacido de Mujer, para rescatarnos del pecado y de la muerte. Él no sólo anunció el Evangelio; Él es el Evangelio viviente del Padre, pues por Él no sólo hemos conocido, sino experimentado el amor de Dios.
Pero esa Palabra no sólo debe ser escuchada con los oídos, sino con el corazón, pues está requiriendo de nosotros que la encarnemos y nos convirtamos en el Evangelio viviente del Padre a través de la historia.
Ojalá y seamos ese buen terreno que esté dispuesto a escuchar y a acoger la Palabra de Dios y a ponerla en práctica.
El Señor nos reúne en esta Eucaristía para pronunciar su Palabra Salvadora sobre nosotros. Él nos hace experimentar el amor que nos tiene hasta el extremo. Nosotros somos testigos de ese amor. Por eso el Señor nos quiere plenamente unidos a Él, de tal forma que, en su Nombre, vayamos y proclamemos las maravillas de su amor y de su misericordia a todos los pueblos.
Renovemos nuestra confianza en el Señor; sepamos poner totalmente nuestra vida en sus manos para que Él realice su obra salvadora en nosotros y nos lleve a la misma perfección que le corresponde como a Hijo unigénito de Dios.
Nuestra Eucaristía se ha de convertir en un compromiso de amor fiel a Dios y a su Palabra, que nos haga ser la buena semilla que se siembre en el corazón de la humanidad entera para que todos lleguen a producir abundantes frutos de salvación.
Aquel que haya perdido su relación con Cristo en lugar de hacer surgir hijos de Dios lo único que hará será convertirse en ocasión de maldad, de muerte y de esterilidad por su falta de buenas obras en favor de los demás.
Vivamos, pues, nuestra unión fiel y amorosa a Dios.
Dios ha Creado a su Iglesia con gran amor, pues la ha hecho Esposa de su propio Hijo, Cristo Jesús. En Él tenemos la misión de sembrar la vida, el amor, la verdad, la santidad, la justicia, la paz, la alegría y la misericordia en la humanidad entera.
Nuestra simiente no es de maldad, sino de bondad, pues procede de Dios mismo. Por eso aprendamos a ser los primeros en dejar que esa Semilla buena, que es la Palabra de Dios produzca frutos abundantes en nosotros.
Pero no nos quedemos egoístamente disfrutando de la fecundidad de la Palabra de Dios en nosotros. Vayamos, con el poder de Dios, a sembrarla en la humanidad entera. No importa que a veces parezcamos apenas unos muchachos temerosos, pues no vamos con nuestro poder, sino con la fuerza que nos viene del Espíritu Santo, que Dios ha infundido en nosotros. Y ese Espíritu no es de cobardía, sino de valentía sabiendo que la obra de salvación es la obra de Dios, y nosotros sólo somos colaboradores de la gracia.
Ojalá y no defraudemos el amor y la confianza que Dios ha depositado en nosotros.
Roguémosle al Señor que nos conceda, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, la gracia de vivir como fieles testigos suyos, colaborando constantemente en la construcción de su Reino entre nosotros fortalecidos por el Espíritu Santo, que Dios mismo nos ha concedido. Amén.

Homilía católica.-

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