martes, 12 de julio de 2016

Palabra de Dios diaria.: LECTURAS DEL MARTES XV DEL T. ORDINARIO 12 DE JULI...

Palabra de Dios diaria.: LECTURAS DEL MARTES XV DEL T. ORDINARIO 12 DE JULI...: Jesús se puso a reprender a las ciudades que habían visto sus numerosos milagros, por no haberse convertido. RESPUESTAS DE FE...



REFLEXIÓN 
Is. 7, 1-9. La invasión del País del Norte sobre Judá parece inevitable. Tal vez lo mejor sería unirse a ese reino poderoso para poder subsistir. El rey de Judá, Acaz, y su Pueblo, se han puesto nerviosos y están a punto de realizar el pacto. El rey, buscando auxilio en falsos dioses, ha pasado por el fuego a uno de sus hijos, entregándolo a Moloch. A pesar de estas traiciones, Dios cumplirá la promesa hecha a David, su siervo, de que uno de sus hijos se sentaría en su trono eternamente. En el fondo del relato de este día late un fuerte llamado a la conversión, que debe culminar en la puesta de la propia fe, de un modo incondicional, en Dios. Quien se resista a creer será condenado. Tratemos de ser leales a la fe que hemos depositado en Dios. No juguemos queriendo ponernos entre dos aguas: entre Dios y el Maligno, entre el verdadero Dios y los ídolos creados por nosotros mismos, entre el poder de Dios y el poder de los hombres. Si en verdad el Señor es Dios para nosotros, sigámoslo a Él con toda lealtad.
 
Sal. 48 (47). Si en verdad Dios habita en nosotros como en un templo, ¿quién podrá en contra nuestra? El Señor, que vive en nosotros, se levantará como una fortaleza inexpugnable, y ningún mal podrá hacernos daño. Jesucristo, que se ha levantado victorioso sobre el pecado y la muerte, quiere hacernos partícipes de su Victoria. Quien viva unido a Él no podrá continuar manifestándose como un derrotado por el mal, ni como un esclavo del pecado y de la muerte. Manifestemos con nuestras buenas obras que realmente el Señor nos ha concedido su gracia, su alegría y su paz, pues, liberados en Cristo, vivimos como personas libres de todo mal, de todo pecado y de toda injusticia. Por eso, confiados en Dios y fortalecidos por su Espíritu, no sólo nos hemos de llamar, sino vivir como hijos de Dios.
 
Mt. 11, 20-24. Los numerosos milagros que realiza Jesús no son tanto para suscitar la admiración, ni para que la multitud de enfermos y curiosos vayan tras de Él, sino para que lo reconozcamos como al Dios-con-nosotros, y, arrepentidos de los propios pecados, volvamos a Él, y en Él recibamos la salvación y la vida eterna. La Obra de Salvación de Dios en nosotros será realidad no cuando recibamos la curación de nuestros males, sino cuando, junto con Cristo, participemos de la Gloria del Padre. Si sólo buscamos a Cristo y vamos tras de Él con el interés de las cosas materiales y pasajeras, pero sin la intención de vivir comprometidos con Él y con el anuncio de su Evangelio, no podemos decir que en Él somos hijos de Dios. Al final, si desperdiciamos la oportunidad de salvación que Dios nos ha concedido en Jesús, su Hijo, seríamos más dignos de condenación que aquellos que vivieron en contra de Dios o de la naturaleza misma, pero sin haber escuchado al Señor, ni haber experimentado su amor y su misericordia.
El Señor nos reúne para celebrar la Eucaristía sin odios ni divisiones. Nadie puede decir que no tiene pecado. todos necesitamos del perdón de Dios. Y el Hijo de Dios se hizo hombre para entregar su vida para el perdón de nuestros pecados, y para darnos vida nueva mediante su gloriosa resurrección. Nuestra fe en Cristo no nos coloca seguros ante Él sólo para sentir su protección amorosa, sino para que vayamos sin miedos, sin temores, a construir su Reino en medio de la ciudad terrena, de la cual también nosotros somos responsables. Por eso podemos decir que la participación de la Eucaristía nos pone en camino para buscar y salvar todo lo que se había perdido, hasta lograr, por obra del Espíritu Santo, que todo encuentre su unidad en Cristo Jesús.
Habiendo recibido de Cristo Jesús la misma Misión salvadora que Él recibió de su Padre Dios, volvamos a casa, y a los diversos ambientes en que se desarrolle nuestra vida, para ser ahí un signo de unidad en medio del mundo. Tal vez ese sea el mayor milagro que pueda realizar la Iglesia: la unidad de la humanidad entera en el amor fraterno, consecuencia de nuestra fe y de nuestro amor a Dios. Entonces realmente desaparecerán los odios y divisiones, las injusticias y persecuciones, los escándalos y la explotación de inocentes. Entonces no sólo estaremos orgullosos de construir la ciudad terrena, sino también de construir y afianzar cada día más el Reino de Dios entre nosotros.
Roguémosle al Señor, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, la gracia de saber buscar a Cristo, no sólo para pedirle su ayuda conforme a nuestras necesidades personales y pasajeras, sino especialmente para vivir comprometidos con Él y con su Evangelio, colaborando, así, para que el Reino de Dios se inicie ya desde ahora entre nosotros. Amén.
 

Homilia catolica

No hay comentarios:

Publicar un comentario