Jueves, 19 de Mayo de 2011
CUARTA SEMANA DE PASCUA
De la descendencia de David,
Dios hizo surgir un Salvador; que es Jesús
Lectura de los Hechos de los Apóstoles 13, 13-25
Desde Pafos, donde se embarcaron, Pablo y sus compañeros llegaron a Perge de Panfilia. Juan Marcos se separó y volvió a Jerusalén, pero ellos continuaron su viaje, y de Perge fueron a Antioquía de Pisidia.
El sábado entraron en la sinagoga y se sentaron. Después de la lectura de la Ley y de los Profetas, los jefes de la sinagoga les mandaron a decir: «Hermanos, si tienen que dirigir al pueblo alguna exhortación, pueden hablar».
Entonces Pablo se levantó y, pidiendo silencio con un gesto, dijo:
«Escúchenme, israelitas y todos los que temen a Dios. El Dios de este Pueblo, el Dios de Israel, eligió a nuestros padres y los convirtió en un gran Pueblo, cuando todavía vivían como extranjeros en Egipto. Luego, con el poder de su brazo, los hizo salir de allí y los cuidó durante cuarenta años en el desierto. Después, en el país de Canaán, destruyó a siete naciones y les dio en posesión sus tierras, al cabo de unos cuatrocientos cincuenta años. A continuación, les dio Jueces hasta el profeta Samuel.
Pero ellos pidieron un rey y Dios les dio a Saúl, hijo de Quis, de la tribu de Benjamín, por espacio de cuarenta años. Y cuando Dios desechó a Saúl, les suscitó como rey a David, de quien dio este testimonio: "He encontrado en David, el hijo de Jesé, a un hombre conforme a mi corazón que cumplirá siempre mi voluntad".
De la descendencia de David, como lo había prometido, Dios hizo surgir para Israel un Salvador, que es Jesús. Como preparación a su venida, Juan Bautista había predicado un bautismo de penitencia a todo el pueblo de Israel. Y al final de su carrera, Juan decía: "Yo no soy el que ustedes creen, pero sepan que después de mí viene Aquél a quien yo no soy digno de desatar las sandalias”».
Palabra de Dios.
SALMO RESPONSORIAL 88, 2-3. 21-22. 25. 27
R. ¡Cantaré eternamente tu amor, Señor!
Cantaré eternamente el amor del Señor,
proclamaré tu fidelidad por todas las generaciones.
Porque Tú has dicho: «Mi amor se mantendrá eternamente,
mi fidelidad está afianzada en el cielo». R.
«Encontré a David, mi servidor,
y lo ungí con el óleo sagrado,
para que mi mano esté siempre con él
y mi brazo lo haga poderoso». R.
Mi fidelidad y mi amor lo acompañarán,
su poder crecerá a causa de mi Nombre:
Él me dirá: «Tú eres mi padre,
mi Dios, mi Roca salvadora». R.
EVANGELIO
El que reciba al que Yo envíe me recibe a mí
Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Juan 13, 16-20
Antes de la fiesta de Pascua, Jesús lavó los pies a sus discípulos, y les dijo:
«Les aseguro que
el servidor no es más grande que su señor,
ni el enviado más grande que el que lo envía.
Ustedes serán felices si, sabiendo estas cosas, las practican. No lo digo por todos ustedes; Yo conozco a los que he elegido. Pero es necesario que se cumpla la Escritura que dice:
"El que comparte mi pan
se volvió contra mí".
Les digo esto desde ahora,
antes que suceda,
para que cuando suceda,
crean que Yo Soy.
Les aseguro
que el que reciba al que Yo envíe
me recibe a mí,
y el que me recibe, recibe al que me envió».
Palabra del Señor.
Reflexión
Hech. 13, 13-25. En Jesús culminan todas las escrituras; sin Él las promesas divinas habrían quedado en el aire. Dios cumple a David la promesa de que uno de sus hijos ocuparía su trono eternamente. Dios se ha hecho Dios-con-nosotros.
Meditar en la Palabra de Dios nos debe conducir a depositar nuestra fe en Jesús. La proclamación de la Palabra de Dios sólo tiene sentido en su referencia a Cristo.
Meditemos en la vida de nuestros antepasados; contemplemos cómo ellos esperaron el cumplimiento de las promesas divinas. Imitemos su fe y su comportamiento y, como ellos, vivamos vigilantes ante el Señor que está cerca y quiere habitar en cada uno de nosotros. A partir de nuestra fe, depositada en Cristo y preparada a través de tantas generaciones, podremos contemplar el futuro como la tarea que tenemos por delante para dar a conocer a Cristo a toda la humanidad como Aquel que colma las esperanzas de todos los que lo buscan con un corazón bueno y sincero.
Sal. 89 (88). Dios no es como las aguas engañosas, ni como las arenas movedizas; Dios es fiel a sus promesas; y, aunque pareciera que a veces la vida se nos complicara, sin embargo, a pesar de todas las pruebas por la que tengamos que pasar, Dios llevará a cabo su obra, su plan de salvación en nosotros. Él siempre vela por nosotros, nos protege y nos salva como lo hace un buen padre respecto a sus hijos.
Confiar en el Señor no debe hacernos dejar todo en sus manos esperando que Él lo haga todo. Él nos ha confiado el cuidado de la tierra y la difusión del Evangelio. Quienes creemos en Cristo hemos de vivir nuestro compromiso de fe en medio de las realidades temporales. A pesar de que, por nuestra rectitud y honestidad, por nuestro amor y generosidad seamos criticados y perseguidos, sepamos que Dios llevará adelante su obra de salvación en favor de toda la humanidad por medio nuestro; y, finalmente, Él mismo nos dará la victoria sobre el último de nuestros enemigos, la muerte. Entonces, libres de la persecución, de la corrupción y de la muerte, viviremos eternamente con Dios.
Jn. 13, 16-20. Nosotros hemos sido enviados por Dios como siervos a favor del Evangelio. Quien recibe al enviado, recibe a quien lo envió; y quien rechaza al enviado, rechaza a quien lo envió. Jesús, Evangelio viviente, enviado por el Padre para manifestarnos el amor de Dios, y el llamado que nos hace a participar de su vida, nos pide que lo acojamos con gran amor para que la salvación se haga realidad en nosotros. Rechazarlo es rechazar el único camino que nos conduce al Padre para hacernos partícipes de su Salvación y de su Vida.
No basta comer a la misma mesa y compartir el pan con Jesús; si entregamos a nuestro hermano a la muerte, si lo destruimos, si lo oprimimos, si somos injustos con él, estamos traicionando a Cristo y a su Evangelio. Tal vez tengamos los oídos abiertos, pero no el corazón, para que Dios habite en él, y para que su Espíritu nos ayude a realizar el bien, conforme a la voluntad del Señor; por eso el Señor nos pide que entendamos sus palabras y las pongamos en práctica, y que no pensemos que le somos gratos por habernos puesto un rato de rodillas en su presencia, pues también quien participa en la Eucaristía puede, por desgracia, vivir como un traidor.
La Eucaristía de este día nos reúne en torno a Cristo, centro de toda la historia de salvación. En Él Dios ha cumplido su promesa de salvación y se ha convertido para nosotros en alimento y fuente de vida eterna. Nosotros compartimos con Él el pan que nos vivifica y fortalece para que seamos testigos suyos, y para que cumplamos con la misión que Él nos ha confiado, al enviarnos a proclamar su Evangelio de salvación a todos los pueblos.
Jesús, en la última cena, lavó los pies de los discípulos y los invitó a comportarse no como opresores, sino como siervos del Pueblo de Dios. Nosotros, en esta Eucaristía, recibimos la prueba más grande del amor y del perdón del Dios misericordioso. Nuestro compromiso, a partir de la Eucaristía, consiste en proclamar, ante todos, lo bueno que Dios ha sido para con nosotros; esto nacerá no de imaginaciones, sino de la experiencia personal de sentirnos amados por Dios.
Al retornar a nuestra vida ordinaria debemos volver como un signo auténtico de Cristo para nuestros hermanos. Con ellos hemos de compartir nuestro pan y todo lo que somos, para que vivan con mayor dignidad. El Señor debe estar en el centro de nuestra historia personal, familiar y social. A partir de Él podremos encontrar caminos de paz, de fraternidad, de amor, de justicia. Sin tenerlo a Él, como punto de referencia en nuestra la vida, todo puede convertirse en destrucción y muerte, porque habrán desaparecido los auténticos valores, que, nacidos del Evangelio y fortalecidos por el Espíritu Santo, se convierten en Luz y Camino, Verdad y Vida para toda la humanidad. Quienes estamos bautizados no debemos traicionar el Evangelio, no podemos rechazar al Enviado del Padre; seamos congruentes con nuestra fe y, a partir de ella, seamos constructores del Reino de Dios entre nosotros.
Roguémosle al Señor que nos conceda, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, la gracia de ser, como ella, fieles al sí amoroso que dimos a Dios el día de nuestro bautismo, y que debe pronunciarse, día a día, con mayor madurez y con una decisión cada día más firme para que el Reino de Dios irrumpa cada momento, con mayor fuerza, en nuestra historia. Amén.
Reflexión de : Homiliacatolica .com
Fuente: celebrando la vida. Com
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